Cuando el Zaratustra de Nietzsche se sintió solo y tuvo frío, y también sus pensamientos eran fríos y solitarios, continúo con su camino por verdes prados y barrancos. De pronto sus pensamientos comenzaron a volverse más cálidos y cordiales. Entonces, se preguntó qué había sucedido, y que, sin duda, algo caliente y vivo le reconfortaba y tenía que hallarse cerca de él. Sintió que estaba menos solo cuando vio a los «consoladores de su soledad», ocurrió que eran unas vacas que estaban reunidas en una colina, «su cercanía y su olor habían caldeado su corazón». Las vacas parecían escuchar con interés lo que decía Zaratustra, pero no ponían atención cuando él se acercaba. Y cuando Zaratustra estuvo junto a ellas, escuchó otra voz, la de un hombre que salía de en medio de las vacas y a la que ellas prestaban atención a lo que decía. Zaratustra, alarmado, pensó que era alguien que necesitaba ayuda, sintió que difícilmente podría serle útil la compasión de unas vacas, pero en realidad el hombre estaba sentado en la tierra, hablando con las vacas, un hombre pacífico y «predicador de la montaña», en cuyos ojos «predicaba la bondad misma». Zaratustra le preguntó con asombro «¿qué buscas tú aquí?», el hombre le respondió que lo mismo que él, «la felicidad en la tierra», y que para lograrlo quería aprender de las vacas, y que «mientras no nos convirtamos y no hagamos como vacas no entraremos en el reino de los cielos», y de ellas deberíamos aprender una cosa: «el rumiar». Aquel hombre reconoció a Zaratustra y le besó las manos, con ojos bañados en lágrimas; se comportaba como alguien a quien de sorpresa hubiera recibido del cielo un precioso regalo o un tesoro, mientras las vacas «contemplaban todo eso y se maravillaban». Zaratustra y el hombre hablaron de muchas cosas, éste último le decía que el «reino de los cielos está entre las vacas», y mientras ellos seguían conversando, las vacas escuchaban silenciosamente, y se maravillaron de nuevo.
Las vacas son animales amigos del silencio, anota Josep Maria Esquirol en las páginas de La resistencia íntima, lo evidenciamos en sus movimientos: el hecho de rumiar, la forma de levantar la cabeza y de mirar, el andar calmo a modo de procesión. Y en su silente vida no dejan de contemplar, asombrarse, incluso con una conversación, como lo hacían las vacas del Zaratustra nietzscheano.
Nietzsche, en su libro De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, en referencia a las vacas, destaca la diferencia primordial entre el hombre y esta especie animal. Imagínate, expresa Nietzsche, que estás apoyado en la valla del campo donde pasta el rebaño de vacas, ellas no saben lo que es ayer ni lo que es hoy, corren de un lado a otro, comen, descansan, hacen la digestión, vuelven a correr, y así todos los días, y todo ello sin «melancolía ni hastío». Una de ellas está a pocos metros, nota tu presencia, levanta la cabeza y te mira, y el ser humano que se «jacta de su humanidad», a quien le resulta duro ver todo eso, sin embargo, «mira envidioso la felicidad de las vacas», porque el hombre lo único que quiere es vivir de igual modo que el animal, «sin hastío ni dolores, pero lo quiere en vano porque no lo quiere como el animal», hasta que le pregunta a la vaca: «¿Por qué no me hablas de tu felicidad y, en cambio, te limitas a mirarme?». Y el animal quisiera responder y decir: «Eso pasa porque siempre olvido al punto lo que quería decir», pero la vaca «ya olvidó también esa respuesta y se calló».
¿Buscamos la felicidad de las vacas?, se pregunta Esquirol y responde, «seguramente que no», aun así, «¿podemos aprender algo de la mirada de las vacas? Claro que sí, y es el sentido de saber repetir; de repetir como si de alguna manera fuera la primera vez». Esquirol enfatiza un aspecto que Nietzsche considera que es la diferencia entre el ser humano y las vacas: cuando una vaca te mira, se asombra, se sorprende, al poco rato te vuelve a dirigir la mirada, y su asombro es como si fuera la primera vez. «Parece que la vaca estuviera continuamente absorta en el momento presente y no guardara memoria del pasado, ni siquiera del pasado inmediato». En cambio, el ser humano recuerda continuamente.
Las vacas calmaron la soledad de Zaratustra, dieron calor a sus pensamientos fríos, caldearon su corazón, y a nosotros nos enseñan a asombrarnos de aquello que ya nos es conocido, como si miráramos por primera vez. Desde Platón y Aristóteles se comprendió que el origen de la filosofía es la capacidad de asombrarse, admirarse. Aristóteles en la Metafísica I (982b) sentenció que los hombres, al principio, admiraron los fenómenos sorprendentes «más comunes». Por otra parte, es muy natural, afirma Esquirol, admirarse de lo grandioso y de lo espectacular, como también de lo inhabitual e imprevisto, «pero donde mayor se muestra la grandeza de la mirada y la capacidad de atención es en el admirarse de lo más común». Para sentir asombro no es necesario dirigir la mirada a los acontecimientos extraordinarios. Lo asombroso anida en lo que nos rodea en nuestra vida cotidiana. «Codearse con lo pequeño y asombrarse de lo sencillo es señal de la mayor clarividencia».
Angelo Lafuente (Bolivia, 1991). Músico y escritor. Estudió Filosofía y asistió a diferentes cursos de Historia del Arte. Colabora con revistas de México y España. Ha publicado los libros Pensar con el oído (E1 Ediciones, México, 2020) y En la intemperie, el canto del cielo, la música del mundo (Marginalia Editores/Ediciones Cinosargo, Chile, 2022).