Es muy conocida la cita bíblica en que Josué pide a Dios detener el Sol y la Luna. La Iglesia Católica usó este pasaje en el tristemente célebre juicio contra Galileo para desmentir sus observaciones (y de paso las de Copérnico). Durante mucho tiempo este pasaje bíblico se vio como la confirmación del orden cósmico descrito por Aristóteles y Platón en sus célebres tratados. No obstante, el Sol y la Luna en reposo sombrío (como metáfora) esconden otros significados que nos pueden ilustrar las grandes paradojas que gobiernan la modernidad.
Muchos dirán que los célebres problemas del racionalismo iniciaron con Descartes o con Platón. Sin embargo, es obvio para muchos lectores que el estudio viciado del racionalismo, que fue denunciado por las mentes más revolucionarias del siglo XVIII, tales como Berkeley o Leibniz, empezaron con la escuela eleática. La escuela griega, famosa por su filósofo Zenón de Elea, resalta por uno de los ejercicios mentales más célebres de la historia de la filosofía. La paradoja de Aquiles y la tortuga se hizo famosa como ejemplo de la inexistencia del movimiento y de la supremacía de la razón frente a la experiencia. Es esta paradoja la que aún vive en el mito científico. Descartes, con su famoso “método”, reactualizó la paradoja de Zenón. Más tarde, Newton y Laplace dieron un paso más: matematizaron el mundo físico, o sea, lo fijaron tal como Zenón fija el punto de arranque de la tortuga. Ese punto que Aquiles nunca alcanza.
Varios lucharon con esta visión de un mundo fijo. Las matemáticas (recordemos que las matemáticas son las parientes más cercanas de las ideas eternas de Platón) llevaron esta tendencia de matar la experiencia en pos de la verdad lógica. William Blake solía decir que Newton, con sus experimentos con prismas, había asesinado la belleza misteriosa del color. Goethe trató de restablecer su vieja gloria. Los fenomenólogos trataron de volver a ver el mundo lleno de cualidades que Aristóteles describía en sus tratados. William James y Henri Bergson lucharon contra el cientificismo en la medicina y la biología. José Ortega y Gasset luchó contra el cientificismo de los especialistas. La lista es larga.
Kant fue el gran artífice de las verdades lógicas fijas. Königsberg no sólo es un lugar geográfico, sino que también es un estado metafísico y filosófico. Grandes pensadores no pudieron salir de la provincia prusiana. Bertrand Russell, por ejemplo, no quiere arriesgarse a hacer una interpretación filosófica de la relatividad de Einstein. Piensa que la ciencia tiene la última palabra. Henri Bergson, en cambio, sale de la provincia y se arriesga a pensar (Russell, su gran crítico, decía que Bergson era el regreso de la irracionalidad). El mundo de la filosofía siempre ha peligrado por el vicio de Zenón. Pocos autores saltan al auto en movimiento. Para autores como Kant o Russell, la filosofía se parece al estudio (o creación) de un manual de conducción sin conducir el automóvil. ¿Qué es el horror al movimiento sino una manifestación del miedo al error?
El miedo al error ha petrificado hasta a los mejores filósofos. Arthur Schopenhauer, por ejemplo, basaba su pesimismo en esa inmovilidad de los actos humanos. La historia (he ahí su crítica a Hegel) es una serie de actos absurdos y crueles que se repiten a lo largo de los siglos. El Sol se ha detenido. No hay nada nuevo bajo ese Sol. No hay movimiento. Aquiles jamás alcanzará a la tortuga…
En el Eclesiastés 1:9 se puede leer: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol.” El Sol de Josué sigue inmóvil para muchos pensadores modernos. ¿Qué puede haber de nuevo? “¡Nada!”, exclaman los materialistas simplones. Por ello hay que rebelarnos contra la quietud del Sol. En sintonía con Martin Bubber, quien profetizaba el fin del eclipse de Dios, nosotros profetizamos el fin del Sol y la Luna fijos.
¿Quiénes son estos defensores del materialismo simplón? Aquellos tecno-billonarios que quieren huir del planeta (Space X), huir de la realidad (Metaverso) o explotar el cerebro humano para crear cyborgs (Neuralink). Son aquellos que piensan que, como Descartes o Zenón de Elea, la realidad se puede descomponer en partes hasta llegar a verdades últimas. Las verdades que envuelven la naturaleza de nuestro planeta, de la realidad y de la conciencia, refutan la descomposición cartesiana, en su lugar, requieren de la armonía leibniciana.
Aquellos que viven en un mundo con un Sol detenido piensan, ingenuamente, que la máquina podrá igualar a un ser vivo. Ignoran que el ser vivo es armonía en todas las partes (puede vivir sin una pierna, con medio cerebro o con un riñón), a diferencia de la máquina que depende de todas sus partes para calcular (una pieza falla dentro de la máquina y la máquina deja de funcionar). Lo mismo aplica para la conciencia y el planeta. Henri Bergson fue pionero al decir que el cerebro no contenía la memoria ni la conciencia (las esponjas marinas son el vivo ejemplo de ello). La conciencia supera al cerebro. Gaia (la geografía armoniosa y totalizadora como los seres vivos) es una armonía planetaria entre seres vivos y sus miembros inanimados. Se asemeja a lo que el poeta Porfirio Barba Jacob pone en uno de sus poemas: “las cosas son la espuma que flota en el mar del tiempo”. El mar es la metáfora perfecta del constante movimiento universal.
Así las cosas: un grupo de tecnócratas cree vivir en una pintura de John Martin. La paradoja de Josué esta capturada en su grandeza aquí. Creen vivir en una realidad donde contemplan lo sublime, pero hay que recordar que Kant nos advierte que lo sublime puede destruirnos (por eso científicos informáticos como Geoffrey Hinton notaron el horror que se esconde tras la IA). La paradoja de Josué explica el pesimismo del libro de Eclesiastés. Ante un Sol detenido, ¿qué clase de novedades pueden existir? Por eso nadie se revela, nadie vocifera ante el absurdo como Job. Nada nuevo hay bajo el Sol de Josué. Sin embargo, la realidad no está nunca fija, fuerzas poderosas tiran de ella y cuando intentamos detenerlas el resultado es una pintura monstruosa: aquel que quiera gobernar en el trono de la Razón terminará como Inocencio X de Francis Bacon.
La realidad está esperando a ser descubierta. Está esperando a que nos lancemos al movimiento vertiginoso. El mundo, como Jesús al paralítico de Betesda, nos dice: “Levántate, toma tu lecho, y anda” (Juan 5:8). La contemplación del mundo, contrario a lo que se cree, no es un ejercicio inconsecuente, sino que es el ejercicio más vital y urgente. En lugar de que la técnica y la razón se impongan al mundo, el ejercicio de la contemplación requiere saber entrenar la mirada, saber percibir y armonizar. Por eso, contra todo pronóstico, hay que entrenar nuestro sentido del humor. El humor, como lo reconoce el propio Henri Bergson, es el arma que ataca de frente lo mecánico del mundo, lo fijo. El Sol de Josué es ridículo, genera risa, porque como dice Galileo: “E pur si muove” (‘sin embargo, se mueve’).
Hay que salir de Königsberg, lanzarnos a andar, asumir el riesgo del error en pos de la belleza que rodea al mundo. Así, y solo así, el Sol y la Luna volverán a girar y habrá cosas nuevas bajo el Sol.
Héctor M. Magaña (Xalapa, 1998). Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Trabaja en la redacción de Revista sin Recreo. Autor de relatos publicados en revistas (Los no letrados, Monolito, Noctunario, Revista Almiar, Elipsis, Diablo Negro, Tintero Blanco, Periódico Poético, Prosa Nostra Mx, Les Escribidores), reseñas literarias en revistas como Criticismo.