YO QUISIERA PARAR DE FUMAR | POR EMMANUEL MONTES ÁLVAREZ

Estoy en mi balcón. No me importa que la vecina de enfrente me vea desnudo. No me importa nada. Lo único en lo que pienso es en por qué Indira llegó a hacer lo que durante tantos meses aplazó, y también por qué justo esta madrugada. ¿Qué tiene de especial? ¿Qué le pasó por la cabeza? ¿En qué atolladero cayó del cual no pudo salir a tiempo? ¿Por qué entonces? Son tantas preguntas… 

El desespero me puede. No sé qué hacer. 

Curiosamente, unas horas antes de acostarnos, habíamos acordado que, al despertar, nos echaríamos Delta Kream, el disco de The Black Keys que recién había acabado de descargar de una página de internet, pero, en ese momento, justo antes de dormir, a saber por qué extraño motivo, lo único en lo que los dos pensamos fue en una canción de Gema Corredera y de Pavel Urkiza cuyo estribillo, repetido hasta el cansancio, rezaba que “yo quisiera paraaaaaaaar de fumar”. Así, ocho veces, constante. 

Al igual que la canción, muchas veces, a Indira le había comentado que eso era lo que tenía hacer: caso al estribillo, hacerle caso a Gema y Pavel, a aquella canción noventera, pero que lo hiciera así tan rápido como se cantaba la canción, “yo quisiera paraaaaaaaar de fumar”, porque para luego sería tarde. Su maldita manía de no despegarse el cigarro de los dedos y de los labios no me preocupaba tanto por mí como por ella, que cada cierto tiempo tosía que parecía que se le iba a salir el corazón por la boca, o solía decir que le dolían los pulmones o que le faltaba el aire. Y así mismo le sucedió, se le hizo tan tarde que de cigarrillo en cigarrillo, de cajetilla en cajetilla, un día en una consulta médica, le detectaron un incipiente cáncer que, con los tratamientos debidos y las renuncias necesarias, podía minimizarse algo. 

A pesar de todo, corrió con suerte. No tardó en aceptar el proceso para remitir ese cáncer y lo primero que empezamos a hacer —porque la ayudé en todo momento— fue reducir la compra y el consumo de cigarros. Le costó mucho, lo noté. Solía irritarse por cualquier bobería y solía decirme que la ansiedad la mataba más rápido que el cáncer. ¿Qué sentido tenía vivir si lo que más anhelaba en la vida era lo que no podía hacer?, me preguntó en par de ocasiones y con las pertinentes reclamaciones, me vi obligado a frenarla de la manera más tajante que encontré: con una discusión que, como la espuma, subió y subió hasta desbordarse más allá de nosotros. Solíamos tirarnos la puerta, o gritarnos, pero nada más allá de eso: nunca llegamos a la violencia física, ni a nada que no resolviéramos luego con una plática o una caminata por la playa. 

El tedio psicológico de los tratamientos le afectó tanto que le costaba dormir a veces. Por ello, para aprovechar también que había pedido una licencia en su trabajo y no teníamos que madrugar a nuestras consabidas obligaciones sociales, nos veíamos alguna que otra película o escuchábamos alguna que otra canción. Lo curioso de todo esto es que, por algún motivo equis o por la bendición del algoritmo de Youtube, “yo quisiera paraaaaaaaar de fumar” salía siempre como una pista más del playlist y ahí íbamos nosotros a cantarla, a gritarla, a usarla de himno: “yo quisiera paraaaaaaaar de fumar” —más ella que yo, por supuesto—. 

En ese primer combate contra la remisión del cáncer, para suerte suya, porque a veces Dios es así de dadivoso y dota de oportunidades a sus hijos favoritos, Indira salió muy bien parada. Incluso mejor que lo esperado por el médico. Recuerdo que lo primero que le dijo fue que debía ponerse contenta porque, un resultado como el suyo, así de bueno, solo se veía una vez cada quién se acordaba cuándo, y efectivamente, esa noche lo celebramos como merecía su segunda oportunidad, porque sí… lo había conseguido. Había logrado paraaaaaaaaar de fumar. 

Aunque bueno, eso solo fue en parte. Sí, cierto: había dejado de fumarse dos cajetillas al día, o ni siquiera eso, sino dos cajetillas en menos de veinticuatro horas, para solo aliviarse las tensiones con tres o cuatro cuando más. Pero esos tres o cuatro había que erradicarlos por entero, le dije. Un par de situaciones la hicieron ver que había tocado fondo: la primera fue que, al quedarnos sin dinero, ella preponderó la compra de cigarros por encima de la comida; y la segunda fue que comenzó a ocultarme que fumaba a mis espaldas, cuando no estaba presente en la casa. La descubrí una tarde que llegaba de comprar unas viandas que sentí la peste en el cuarto, porque ni siquiera, sabiendo que no actuaba bien, se había tomado el trabajo de preverlo: fumar en el balcón, o en un parque, el baño, al aire libre, no sé…

La discusión fue la más fuerte que tuvimos. No hacía nada, le dije, si daba un paso hacia adelante y dos hacia atrás. Para no volver a caer en el bache del que había salido por puro milagro, lo que debía hacer era sacarlo por entero de su vida. En el fondo sé que le costaba dar ese paso decisivo. Una de las cosas que le dije, de las más fuertes y que debí callarme en ese momento —ahora me arrepiento de eso—, fue que no tenía la fuerza de voluntad necesaria para hacerlo. A medida que uno envejece, pienso, también va mermando su fuerza de voluntad, poco a poco comienza a ceder terreno a los vicios dañinos, los golpes, los achaques, hasta que no le queda más remedio que lo inevitable. 

Indira me gritó, me dijo insensible, que sí tenía la fuerza de voluntad necesaria para salir de ello y ahora, que no soy capaz de creerme lo sucedido, admito que sí: tuvo la voluntad suficiente para paraaaaaaar de fumar. Si algo le sobró, eso debo reconocerlo, fue el temple para asumir todos los golpes porque, después de eso, como era de esperar, un rebrote del cáncer nos hizo regresar al hospital, al mismo doctor, a los mismos tratamientos —un poco más fuertes esta vez—. 

De eso hace acaso unos meses, no mucho. Comenzó el tratamiento, contó siempre con mi apoyo, no podía ser el insensible que dejaba de apoyarla en el momento que más lo requería, y justo después de la segunda consulta, cuando el doctor nos soltó la tiñosa que no esperaba, que el cáncer esta vez no remitía, supongo que fue cuando se decidió a dejar de fumar de una vez. No me lo dijo, porque esas cosas no se dicen, y quizá por eso me resultan más tristes, pero lo hizo. 

Yo me acosté como si nada, convencido de que continuaríamos con sus tratamientos pues llevábamos meses en ello, pero no. Solo recuerdo, vagamente, porque entre el nerviosismo y que intento sacarme la escena macabra de mi mente, que ella se paró de la cama en algún momento, me dijo que iría al baño y ya no regresó más. Cuando me desperté, que abrí la puerta del baño, fue que me topé con lo inevitable. Indira había cogido el cable del teléfono y de una manera poco natural, colgaba de lo más alto de la ventana con el cuello ya distendido. Ahora, en lo que busco la manera de llamar a la policía, al doctor, a toda persona que pueda ser llamada, quiero pensar que esa fue la manera más cruda y definitiva que encontró para dejar de fumar. Sé que intentó sopesar lo del rebrote y que, el hecho de no encontrar salidas, influyó en su decisión. No la juzgo. Solo me pregunto una cosa que es inevitable, ¿qué será de mí a partir de ahora, de este momento?

Emmanuel Montes Álvarez (La Habana, 1996). Licenciado en Pedagogía por la UCPEJV. Autor de la novela Los días que pienso en ti (Avant, España, 2023). Ha publicado en revistas de España, México, Chile, Venezuela, Uruguay. Becario del programa Transcultura de la UNESCO en su primer taller de escritura creativa. Nunca ha ganado ningún concurso y escribe desde su smartphone para contrarrestar la depresión, la onicofagia y el insomnio.