POR MARCOS EMILIANO MOSQUEDA ROMERO
Suena el despertador, hace mucho que dejé de preguntarme a qué hora exactamente es que lo hace, los días son tan homogéneos que el tiempo parece más frágil e inestable que nunca. Me incorporo lentamente de la cama y mientras me tallo los ojos logro percibir el cantar de las aves muy cerca de mi ventana, acompañando el comienzo de mi rutina con un coro de muchas voces distintas que se complementan entre sí.
Desayuno casi de forma instintiva, mi apetito también se ha visto afectado por la falta de sueño, el insomnio y el cansancio general que ocasiona vivir en una incertidumbre permanente. Mastico, el crujir del cereal en mi boca produce un sonido que me resulta curioso y hasta divertido; en ese instante escucho el retumbar de las licuadoras, microondas y baños emanando de los departamentos conjuntos, conformando un entramado que parece indicar que el edificio también ha despertado de su sueño.
De regreso a mi cuarto prendo la computadora para lo que será otro día de lectura y escritura, trabajar en una tesis siempre ha sido un desafío grande, pero hacerlo en un contexto de pandemia definitivamente lo vuelve un reto aún mayor. Intento redactar unas líneas, pero la voz de una vecina distrae mi atención poderosamente: es una mujer adulta que regaña fervientemente a los que imagino deben ser sus hijos, la potencia de su reclamo me estremece un poco y me hace imaginar lo aterrados que deben de estar aquellos pequeños individuos.
Me levanto para verificar que mi ventana esté bien cerrada, efectivamente, lo está. Regreso a mi silla y comienzo a teclear con enjundia, y cuando estoy a punto de terminar un párrafo, siento unas vibraciones que acarician la planta de mi pie cariñosamente, inmediatamente sé lo que está sucediendo: mi joven vecino de abajo ha comenzado su tiempo de disfrute musical; durante las siguientes horas yo y mis otros residentes contiguos seremos escuchas colaterales de los mejores hits de reggaetón, rap y hip hop del momento.
Resignado y a sabiendas de lo que vendrá, apago el monitor de mi equipo, me acomodo en el borde de la cama y miro hacia el techo, intentando retener la poca inspiración que hace instantes recorría mi cuerpo. Las ventanas vibran con el bit de las canciones que se reproducen en el equipo de audio de este anónimo sujeto, acto que me despierta un ligero temor hacia la integridad del vidrio ante tal embate sonoro.
Pasa el tiempo y el estruendo musical contiguo se detiene, sólo para revelar las notas de otra canción proveniente de un lugar más lejano, todo ese tiempo habían quedado ocultas por el alto volumen pero siempre estuvieron ahí, coexistiendo, confrontándose, integrándose. Esta vez reconozco la voz de Juan Gabriel acompañada por el canto frenético de una vecina, inmediatamente intuyo que debe ser hora de la comida, pues esta ama de casa que jamás he visto suele acompañar la elaboración de los alimentos con la música del divo de Juárez.
Me levanto y me dirijo a la cocina, mientras preparo lo que será un platillo improvisado miro por la ventana y noto que el viento mueve de forma abrupta las ramas de los árboles, provocando que algunas hojas se desprendan súbitamente. En ese momento se forma un dueto inesperado: la voz de la vecina cantando es acompañada de forma sutil por el sonido del viento, la brisa del aire, el movimiento de las ramas, formando una sinfonía que denota de forma precisa la cercana relación que compartimos los seres humanos con la naturaleza.
La tarde pasa y llega la noche, después de un par de páginas escritas y algunos textos leídos me dispongo a revisar mis redes sociales, responder mensajes y consultar las notificaciones; en las canchas de basquetbol que colindan con mi ventana se escuchan ladridos, aullidos, jadeos y chillidos de perros, mismos que son acompañados de charlas a volumen bajo entre sus dueños, hombres y mujeres que prefieren la tranquilidad de la noche para sacar a su canes a dar un paseo.
Mi día está a punto de terminar, apago las luces y me recuesto mirando de nuevo hacia ese techo color pastel que se ha vuelto una especie de cómplice de pensamientos y reflexiones nocturnas, el volumen de una televisión sintonizando las noticias atraviesa mi pared; del otro lado, los efectos de sonido de un videojuego bélico se entrometen en mi habitación, causándome cierta impresión y haciéndome pensar en la violencia del mundo real.
En ese instante soy consciente del acto trascendental que he realizado a lo largo de mi jornada, una acción en apariencia pequeña pero que en realidad tiene un poder y un potencial enorme: el acto de escuchar. Mi día estuvo acompañado de múltiples sonidos que emanaron de las fuentes más diversas imaginables: animales, personas, música, aparatos tecnológicos, todo un paisaje sonoro omnipresente que siempre ha estado ahí, pero que pocas veces me había dado la oportunidad de escuchar con atención y detenimiento.
Este encierro forzado ha sido una oportunidad para aprender a escuchar mi entorno, reconocer la importancia que tiene el sonido para mi vida cotidiana y la de las personas que coexisten en un espacio sonoro común. Pese a que jamás nos hemos visto o hablado, sí que nos hemos escuchado a la distancia, ya que el sonido de nuestras rutinas cotidianas traspasa paredes, ventas y puertas, vinculando nuestros oídos y cuerpos en una suerte de vibración vecinal conjunta.
Sonrío ante lo que para mí es un revelador descubrimiento, cierro los ojos y me dispongo a dormir, el día siguiente es una nueva oportunidad para descubrir sonidos y situaciones sonoras, para aproximarme a un espacio que pensé que conocía a detalle, pero que gracias a la escucha me he dado cuenta que puedo descubrir de nuevo; después de todo, el acto de escuchar y ser escuchado me recuerda que a pesar del distanciamiento social, el mundo suena de forma colectiva todo el tiempo, componiendo una melodía que jamás se detiene, ni siquiera en una crisis mundial como la que vivimos.
Marcos Emiliano Mosqueda Romero. Sociólogo egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Interesado en el estudio de la música y el sonido en el espacio público y privado. Participante en diversos proyectos dedicados al análisis de la cultura musical popular contemporánea desde una perspectiva interdisciplinaria. Entusiasta del trabajo en equipo, la creación de redes de colaboración y el diálogo e integración de ideas y perspectivas.