POR LAURA RUIZ
Sí lo fue, así lo siento. Fue mi culpa porque siempre quiero estar al filo del abismo y lanzarme.
Debo hacer una introducción típica de todo texto narrativo, un párrafo introductorio que les permita entender el contexto, en dónde estaba, con quién, qué día era. Y esas son muchas preguntas que no sé si pueda responder porque todo evento traumático tiende a ser bloqueado; hay momentos desaparecidos en los rincones de mi mente, me protejo de mí, de lo que podría decirme, además de: ¡Claro que fue tu maldita culpa!
Estaba en México, porque tuve la oportunidad de huir de mi vida por un tiempo. Tras ganarme una beca para hacer las últimas materias de mi maestría. Elegí el país que le hace culto a la muerte; fui a hacer ramitos de cempasúchil para ver si era posible hacer un altar para reencontrarse con la persona que ha muerto tantas veces dentro de mí.
Lo que no sabía es que estaba a punto de pegar un salto de la metáfora a la literalidad. ¿Qué año era? El 2017, sí, el año del terremoto; ese sería un momento memorable para mencionarlo en una crónica, porque para un colombiano no es nada común escuchar una alarma antisísmica; aquí, en Bogotá, un temblor es un suave baile, un leve movimiento de caderas de la cordillera, una lámpara de techo que asusta a las viejitas, un “no me patee la cama, quédese quieta”, aquí las cosas no saben saltar.
Lo que ocurrió, aún aparece como algo irreal en mi mente, una semana después del terremoto, no había pasado lo peor para mí, una mujer pequeña llena de miedos que además se había ganado un estrés postraumático, y la extraña costumbre de dormir con los zapatos puestos.
Una semana después, con mi compañera de cuarto, Anna, una chica de Moscú que, creo que como yo también había huido de algo, decidimos ayudar a las personas que no habían tenido la misma suerte de nosotras, con muy poco dinero pero con ganas de colaborar atravesábamos la ciudad llevando comida, medicamentos, y tratando de dar una mano a las personas que amablemente nos habían acogido en su país.
Anna llegó a México unos días antes que yo, y conoció a una chica que vivía en nuestra misma colonia, siempre me hablaba de ella, y ese día yo la iba a conocer, porque ella sería nuestra guía; ella nos acompañaría y al final del día iríamos a algún “antro”, mi mamá odiaría leer esto, pero sí, yo quería ir a bailar, quería tener mi último año de estudiante, ya estaba sentenciada: tenía que regresar a una vida con jornada laboral, jefes, deudas, y tendría que rendirme a un maldito banco eventualmente, tendría que regresar a perder la guerra. Así que disfrutaría al máximo.
Y así fue, yo… viví al máximo, casi al límite. Caminamos en la zona rosa de una ciudad enorme, y fuimos a un lugar en el que comimos alitas y tomamos cerveza, y yo quería bailar, salí a la pista, aprendí a bailar cumbia -de la mexicana- que según yo es diferente a la colombiana, las personas fueron amables, me estaba divirtiendo. En el mejor momento de la noche la amiga de Anna dijo que sus amigos habían llegado pero querían estar en un lugar menos “fresa”, yo como todo turista, sentía que estaba parcialmente ciega, había tantos símbolos y señales que no sabía leer.
Llegamos a un lugar mucho más estrecho, mucho más oscuro, vendían drogas en las escaleras, pero no es algo muy diferente a lo que había visto en otros lugares de mi ciudad, no me pareció una señal lo suficientemente clara. Yo subí, a este bar gay, a este lugar en donde había muchas personas, cuando no usábamos tapabocas y acercarnos al otro era una posibilidad que no implicaba la muerte, aparentemente…
Yo bailaba y bailaba, me comía la salsa con la que michelaban el vaso blanco de las “chelas”. Conocimos gente (regresan los bloqueos, no puedo ni siquiera recordar sus caras o alguno de sus nombres), yo estaba feliz, pero había sido suficiente, ya debíamos irnos… Salir, exponernos a la calle, a la noche, al Uber, a la amiga de Anna, a las personas sin cara ni nombre, SALIR, con todo lo que eso implica.
Hice lo que habría hecho en mi ciudad, pero… no era Bogotá y los chirris de aquí, era Ciudad de México y esa cartografía invisible para mí. Salí hablando duro, y dije: “parce, tengo resto de hambre ¿Saben en dónde hay algo de comer cerca?” Abrí la estúpida boca, con mis palabras foráneas, y con la chica rubia al lado, era demasiado tarde, me habían escuchado, nos habían visto. Un grupo de chicos, su ropa no me decía nada, sus rostros… jamás los vi, ellos sólo me insultaban, como ya lo habían hecho otras personas: “eres una pinche puta, lárgate de aquí” “prostituta”, nunca me han ofendido esas palabras pero detrás de eso venía un odio irracional, la violencia gratuita, y eso, justo eso, sí me molesta. No dije nada, pero quienes iban conmigo, todos ellos absolutos desconocidos, me defendieron, yo seguí caminando…
No puedo en este momento calcular los pasos, no estaba ebria… pero estoy segura de que no fueron muchos, yo iba adelante con una seguridad que ahora me sorprende, como si yo pudiera enfrentarlos y eliminarlos, pero era solo yo, la que dormía con zapatos, la que sufre de ansiedad, era yo, la mujer pequeña que no sabía en donde carajos estaba en ese preciso momento; pero esto no se me pasaba por la mente, sólo estaba enfurecida, soportando y caminando rápido para dejar de escucharlos, de pronto, alguno de estos hombres arrojó un candado hacia mi cuerpo y no pude contener más la ira, de nuevo tuve la mala idea de insistir en abrir la boca: “pille lo que se le cayó, debe ser con esto que se cierra el culo…” dije.
Con las palabras podemos hacer muchas cosas: seducir, mentir, ganar votos, y también iniciar una guerra, al parecer mis palabras tenían más peso que el candado, golpearon en seco sus cráneos, pero no tuve ni siquiera el placer de ver sus caras porque inmediatamente la amiga de Anna agarra mi mano y con un tono de preocupación me grita: “CORREEEE”.
Y yo corrí, porque no había tiempo para cuestionar nada, eso me hicieron creer porque todos corrían, a una cuadra de distancia había un Sanborns, una tienda o restaurante, algo con puertas de vidrio y un vigilante que nos hizo entrar, ellos, los amigos de la amiga de Anna arrojaron sus maletas adentro, y el celador cerró la puerta. Era un espectáculo, y veíamos todo tras el cristal. Y lo veía todo… vi unas jardineras, rejas que terminaban en punta y la cara de uno de los chicos contra ella, vi la sangre y era tanta que ya no veía su rostro, vi a la amiga de Anna y vi como tocaban partes de su cuerpo, vi como le arrebataron lo que tenía encima, un collar, el celular… vi los puños, las patadas y el policía inmutable del otro lado de la calle. Mi respiración se estaba acelerando mucho, creí que los matarían y veríamos absolutamente todo hasta el final, Anna pregunta -qué pasa- en una calma que aún no comprendo, yo sentía que me costaba mucho tomar aire. Pensé, nos están protegiendo…
Unos minutos después la amiga de Anna toma algo en su mano y perfora el globo ocular de uno de las personas que estaban allí, seamos más coloquiales: reventó su ojo, lo estalló como una llama de huevo, el humor vítreo se derramo por su cara; ella, la amiga de Anna, ahora con otro acento y el rostro desfigurado con una expresión de odio que no le había visto hacer en todo el día, ella, que empezó a gritar que no sabían con quién chingados se habían metido, ella que dijo las palabras: –papá, -Tepito,-cabrón, – te chingaste.
Yo que estaba en el límite frágil del vidrio sin saber exactamente qué pedirle a Dios, que eso terminara ya o que mejor se extendiera para no salir de ahí nunca. Pero nada es para siempre, el ojo fue la estocada final y las puertas se abrieron, y por fin pude llorar, entró el aire en una sola bocanada y me quemó los pulmones, así debe sentirse nacer. Pensé que ella, la amiga de Anna vivía a solo un par de cuadras de nuestra casa, que era mi culpa, por abrir la boca, por colombiana, por mis palabras, por mi ira, por mi falta de discreción, por no ser sumisa y dejarme pegar con candados, era mi maldita culpa y ella lo tenía que saber, y eso me daba mucho temor, ella dijo –“vamos, que ya llegó mi primo en el UBER” y pensé, no conozco ninguna calle, si me están desapareciendo justo ahora, yo no lo sé, Anna no decía una sola palabra, no tenía ni asomo de tristeza o preocupación, su rostro era el mismo rostro de siempre, y yo tenía sangre en mi camisa, y respiraba rápido, no quería dejar ver el miedo que escondía en estos pensamientos.
La amiga de Anna tenia los dientes desportillados y el alma herida, la amiga de Anna se defendió con sevicia, pero con sevicia también nos atacaron, fue nuestra culpa, porque insinuar una penetración anal es socialmente menos aceptado que llamar prostituta a una colombiana, (eso ni debe ser un insulto para ellos), porque el cuerpo de la amiga de Anna es menos importante que el ojo de un traficante de mujeres, ¿Cómo se nos ocurre? ¿Verdad?
No hay nada que argumentar, ni manera lógica de defendernos, llamo a mi prometido a pedir que me gire dinero de una de mis cuentas, porque me regresaré esa misma noche a Colombia, él menciona que pude con un terremoto, y me tranquiliza, yo sigo respirando mal y Anna dice, tranquila, repite conmigo: No fue tu culpa.
Laura Ruiz (Bogotá, 1993). Poeta, investigadora y docente en la Universidad Santo Tomás. Licenciada de Filosofía y Lengua Castellana y Magíster en Estudios Literarios (becada) por la UAM de México. Escritora y personaje del Burdel Poético de Bogotá. Sus poemas han sido publicados en la revista Puesto de Combate, en los fanzine Aquelarre y Pank-fleto y en la antología poética Poetas en Festival 2019 de la editorial Caza de Libros, 2019.