EL ANATEMA DE ANOTAR LOS LIBROS

POR ÁNGEL ALEXANDRO PORRAS ORTEGA

Absortos, los copistas leían, descifraban y finalmente anotaban, con caracteres igual de misteriosos que el significado de las largas oraciones latinas, párrafos a veces sendos y a veces breves que, según ellos, enriquecían la lectura del original. Glosas, les llamaron, y además de su importancia filológica para observar el surgimiento del español, por ejemplo, también es valiosa la longeva tradición que heredaron: la de anotar los libros.

La datación de las glosas emilianenses y de las silenses sirvió para dar título a un notable y conocido libro de Antonio Alatorre, quien también reflexionó acerca de la semejanza entre nuestra moderna manía de anotar los libros y el arduo trabajo de los copistas medievales. Sin saberlo, uno se vuelve parte de una tradición milenaria.

Pero la intención original, obviamente aclaratoria, se pierde cuando se privilegia el aspecto individual sobre todas las cosas. En la aceleración de nuestro mundo; en la exigencia actual por la prisa y el instante, las opiniones se tornan exponenciales e inaprensibles. Uno ya no anota, la mayoría de las veces, algo que sirva a un futuro lector, sino un dato, una experiencia o una impresión que el pasaje subrayado evoca en uno mismo. La anotación se torna íntima en vez de colectiva.

Entonces, ¿cuál es el valor de esas anotaciones? ¿Hay alguna trascendencia para que ese acto, considerado anatema por muchos bibliófilos, merezca ser practicado en nuestra época? Como ejercicio de inteligencia, la lectura exige un papel atento; la pasividad no cabe en este acto legendario, ya que su esencia es la de establecer comunicación y, en ciertos casos, contacto. Uno debe reaccionar a lo que está leyendo, aunque haya ocasiones en que esa reacción tenga que ser escrita. 

No obstante, como objeto el libro resiente el peso de esas inscripciones. Cualquier línea o grafía, más allá de las que se plasmaron con la impresión, afecta el valor del objeto libro de manera irremediable. Los autógrafos, por ejemplo, son una anotación ajena a la impresión original, pero suelen duplicar el valor de los libros. En ese aspecto, tiendo a ser escéptico. Por una manía bibliófila que no recomiendo a nadie, suelo buscar las primeras ediciones de los libros, como para conocer su origen y aprehender, si es posible, las emociones originales que el libro irradiaba. En cambio, me alejo con desconfianza de los libros autografiados. Considero que el autógrafo vale cuando va sustentado de una experiencia, cuando las grafías relatan un contacto o un recuerdo, pero no como mero afán coleccionista. Por eso huyo de las ediciones que presumen la firma del autor en la primera página: si el acto de anotar es tan sencillo, ¿qué impide que el vendedor ejerza su privilegiada caligrafía para imitar alguna rúbrica difundida en la red? De cualquier modo, el valor del libro se ve afectado por la presencia o la ausencia de esa rúbrica, y de ahí la relevancia de un ejercicio paleográfico que determine la autenticidad de la misma.

Por otra parte, un garabato azaroso tiende a disminuir el valor del libro. La pulcritud de la edición es transgredida y a veces también la posibilidad de lectura. Con mucha frecuencia los libros con demasiados rayones terminan en remates por su poco valor. En ese sentido, el acto de anotar puede servir como protesta contra el mercantilismo de los libros. En caso de que tal o cual libro deje de pertenecerme algún día, sabré que su valor no es el mismo y habré afectado las posibilidades de venderlo. Anotar los libros se convierte en un modo de restarle valor; en un acto subversivo contra cierto sistema económico.

Mas, ¿cuál es el valor intrínseco de una anotación? ¿No se diferencia en nada de un simple garabato? ¿No sería más fácil, entonces, subrayar azarosamente los libros para cumplir ese objetivo? Para responder a eso, hay que recordar que, al hacer anotaciones en los libros, uno ejerce la voluntad y la libertad. La trasgresión de un sistema económico es, más bien, un elemento adyacente. Esas notas en los márgenes tienen un valor individual y secreto; provocan una especie de íntima satisfacción.Sin duda habrá veces en que la transgresión de un estándar económico se combine con la emoción de la serendipia. Siempre existirán muchos príncipes mestizos que doten al libro de un rasgo invaluable para alguno que otro Harry Potter lo encuentre. La suerte guiará muchos de esos felices hallazgos, y uno tendrá que ser capaz de atrapar esos bellos objetos en las pilas de remates. Sin embargo, no es necesario tener un conocimiento extraordinario para dejar anotaciones valiosas en los libros, puesto que en última instancia ese libro nunca será vendido, quizá tampoco heredado. Anotar los libros conduce a la ultimada situación de extraer el objeto del mundo mercantil, pero también del mundo lector. Ese libro se volverá para siempre de quien lo haya tatuado con sus pensamientos y reflexiones; su valor no cabe en los estándares económicos, puesto que vale el infinito para una persona y una nada para el resto de la humanidad. Al intimar con los libros, uno asume que guardará silencio cuando no tenga nada que decir, pero cuando el momento llegue, el lápiz o el bolígrafo se volverán una herramienta para capturar el instante. El libro será una extensión de nuestra mente, mientras que unas cuantas de las páginas capturarán nuestra esencia. Esos subrayados y esas anotaciones se convertirán en prueba imborrable de nuestro efímero paso por el mundo.

PERFIL IRRADIACIÓN

Ángel Alexandro Porras Ortega (Ciudad de México, 1995). Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue corrector y redactor en la revista de arquitectura Mejores Acabados. Algunos de sus textos de creación literaria han aparecido en las publicaciones digitales Marabunta, Tlacuache y El gallo galante. Actualmente es maestrante en el posgrado de Literatura Mexicana Contemporánea de la UAM-Azcapotzalco.