EN DEFENSA DE LA POESÍA BARROCA

POR PABLO HOZ (UN CHICO CON SUERTE)

La crítica literaria suele resumir someramente categorías que ordenan su estudio, regularmente para facilitar el entendimiento de ciertas definiciones teóricas, o, en circunstancias no tan favorables, para no acercarse a los elementos (en este caso las lecturas) que componen las ideas teóricas, porque no se consideran cardinales esas materias dentro de la formación educativa actual. Esto ha sucedido con las fases en las que se ha segmentado la historia de la literatura: se han contrapuesto periodos para que los definamos instantáneamente por medio del antagonismo que tienen con el movimiento predecesor. Por ejemplo, el Romanticismo que se contrapone al Realismo, al que ulteriormente se le confrontan las vanguardias. Entonces inevitablemente las características que adquiere uno y otro estilo son precisamente lo inverso o contradictorio entre los dos. 

El Barroco no ha tenido suerte diferente y junto con otras circunstancias se ha entendido como tradicionalmente se sigue enseñando: como un movimiento artístico en el que todo es oscuro, alambicado, irracional e incomprensible, a diferencia de su antecesor el Renacimiento y su sucesor el Neoclasicismo, que tuvieron un carácter evidentemente más preceptivo. El mismo término ‘Barroco’1 se acuñó en el siglo xix para designar peyorativamente las artes plásticas del siglo xvii, “sentido negativo que la palabra tenía entre los historiadores del arte ligados al movimiento neoclásico […] considerado lo opuesto al arte clásico grecolatino” (Muciño, 1996, p. 102). Pero ¿qué tan cierta o real es esta serie de ideas que no nos permiten apreciar el Barroco adecuadamente? Esta concepción no se acuñó gratuitamente: el código poético barroco tiene su complejidad y requiere de diversas herramientas para comprenderlo. De hecho, incluso para escritores de la época, los máximos exponentes podían ser considerados oscuros y difíciles de concebir, principalmente Góngora. “Los adversarios de Góngora lo acusaron de oscuridad, y a veces hay que reconocer que con razón” (2009, p. 116) nos dice Carreira en uno de sus artículos; la acusación se confirmó con los seguidores de Góngora en la segunda mitad del siglo xvii. Asociado a eso, en Hispanoamérica fue doble el repudio, debido a que, por convicciones políticas, parte del siglo xix intentó negar todas las representaciones que lo ligaran directamente con su pasado virreinal y esto se perpetuó hasta ya entrado el siglo xx, a pesar de la gran cantidad de poetas que habitaron en el virreinato. 

En general, una de las concepciones aún predominantes acerca de la vasta obra que existe del segundo Siglo de Oro, es que la técnica se encuentra por encima de la idea; es decir, que el contenido no importa, siempre y cuando la forma sea bellamente rebuscada, aunque esté vacía. Dice, muy desafortunadamente, Emilio Carilla: “con todo, es evidente que abunda lo efímero y vacío en aquella lluvia de versos que inundó la época. […] Algunas veces se ha explicado esa fecundidad como una consecuencia del empobrecimiento: la retórica, que suplanta a la poesía” (1969, p. 424). No hay nada más errado que esta manera de entender la literatura de la que Góngora, sor Juana y Sigüenza participan; es un resultado directo (reproducido por el desdén) de una lectura superficial, poco cuidada y por lo tanto mal estudiada.

Toda la creación tan exuberante y compleja del siglo xvii (pienso principalmente en este lado del Atlántico, por ejemplo) responde directamente a dos cuestiones: primera, a que el Barroco español, como resultado del agotamiento causado por la reiteración constante (posteriormente desgaste) de los elementos, fórmulas e imágenes clásicas, manifestó cambios o revoluciones dentro de las expresiones artísticas. Con lo anterior no quiero decir que ya no se siguieran los cánones utilizados hasta el momento, de hecho “la influencia de Garcilaso de la Vega y el petrarquismo no decayeron [sic] en el arte del siglo xvii, pero el Barroco, con su violento viraje en la percepción del mundo, repercutió notablemente en la creación artística novohispana” (Calleja, 2018, p. 94). Segunda, a la existencia de matices distintivos debido a la condición de ‘colonia’ en la que los escritores se desenvolvían: la diferencia en el entorno geográfico y natural, el complejo entramado social, la gran variedad de elementos novedosos para los ojos de la península y la búsqueda —aunque sea incipiente— de cierta identidad. Me parece pertinente aclarar que asumo esta exploración, no con el sentido que algunos autores le otorgan (un criollismo nacionalista que busca una disyunción de la corona española), sino como autoconocimiento de los elementos que los distinguen dentro del mismo régimen cultural al que aún no niegan y del que no se sienten excluidos, aunque sí relegados, como nos dice Antonio Lorente Medina: “este es un tópico especialmente fecundo en el pensamiento europeo, el de inferioridad del hombre y la naturaleza americanos, al que en el siglo xviii se le pretendió dar carta de naturaleza científica que condiciona todavía las actitudes de muchos europeos” (1996, p. 77)2.  

Por todas estas razones no podemos reducir la concepción de una poesía tan compleja como la barroca a una mera lista de características formales o a un par de términos contrapuestos. Coincido con lo que escribió el profesor Antonio Alatorre: “en realidad no hubo dos maneras de ser barroco, sino muchas. Cada gran poeta del siglo xvii ―Lope de Vega, los Argensola, Villegas, sor Juana― tuvo su manera de ser barroco. Claro que también hay semejanzas entre ellos. Casi todos, por ejemplo, abundan en alusiones mitológicas” (2015, p. 202).

Por lo tanto, ¿cómo entendemos la idea de poesía en el Barroco? Snyder nos dice: “se trata [el Barroco] de un objeto que evidencia ciertos rasgos formales o estéticos correspondientes con las artes decorativas del siglo xvii” (2014, p. 24); pero no sólo esto, también consideremos que el objeto, en esta ocasión la obra literaria, se ve atravesada por una manera de observar la realidad en la que el ‘concepto poético’, de manera indispensable, es el centro vital del imaginario artístico. 

La poesía barroca es, entonces, una postura frente al mundo, cuyo instinto radical busca revolucionar su interpretación y el acercamiento del hombre hacia esa realidad, agotados por las fórmulas que durante más de un siglo la han expresado. Claro que lo hace de manera compleja, es el camino que encuentra y le parece adecuado para dar respuesta a unas circunstancias igual de complicadas; pero no podemos quedarnos o perdernos en lo superficial por poco luminoso. En ese sentido, aspiro a dos objeticos: primero, que esta breve explicación los invite a acercarse a un código literario poco comprendido hasta hace unas décadas, que, por complicado, resulta estimulante. Y segundo, dejar en claro que los poetas barrocos construyeron nuevas maneras de expresar el asombro que les causaba la realidad y la respuesta para lograrlo se encuentra en la construcción del ‘concepto poético complejo’. Idea que será un placer platicarles en otra ocasión.

Notas

1 “El término originalmente se usaba en joyería para designar una perla irregular” (Muciño 102).

2 De esto tenemos una larga lista de prejuicios que, todavía hasta el día de hoy, son vigentes. Baste lo siguiente como ejemplo: de acuerdo con una nota que Tenorio hace en el tomo II de su antología de Poesía novohispana a una de las octavas de Dionisio Martínez Pacheco, este asunto llegó a ser toda una polémica. Ella escribe sobre Georges-Louis Leclerc de Buffon: “un naturalista francés autor de una Historia natural (Histoire naturelle, généralle et particulière, 1749-1788), quien en la dilatada polémica (de 1750 a 1900) que contrastaba una América débil e inferior con una Europa madura y fuerte, representó y encabezó, por decirlo de alguna manera, un bando «antiamericano». […] Según esta tesis, en América los animales eran más pequeños, las plantas nocivas o poco aprovechables, los climas inhóspitos, la tierra insalubre, e incluso el hombre, menos desarrollado y con menos capacidades que el europeo” (Tenorio, 2010, pp. 1152).

Fuentes

Alatorre, A. (2015). Los mil y un años de la lengua española. Fondo de Cultura Económica.

Calleja, M. A. L., y Salazar, L. J. (2018). Literatura universal. Santillana. 

Carilla, E. (1969). Literatura barroca y ámbito colonial. Thesaurus, vol. xxiv, (3), 417-425. 

Carreira, A. (2009). El conceptismo de Góngora y el de Quevedo. Il Confronto Letterario, 52, 353-377.

Lorente, M. A. (1996). La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia criolla mexicana. Fondo de Cultura Económica. 

Muciño, J. A. (1996). Conceptismo y culteranismo en la poesía novohispana. En J. P. Buxó (Ed.), La cultura literaria en la américa virreinal: concurrencias y diferencias (pp. 101-105) UNAM. 

Snyder, J. R. (2014). La estética del barroco. (Juan Antonio Méndez, Trad.; 1 ed.). A. Machado Libros. Tenorio, M. L. (2013). El gongorismo en Nueva España: Ensayo de restitución. colmex.

Pablo Ohtokani Hoz Canabal (Ciudad de México, 1995). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas (FFyL/UNAM). Sorjuanista de hueso novohispano, un chico con mucha suerte. Redactor en la revista Quixe de gastronomía y cultura oaxaqueña, ayudante de investigación en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del COLMEX, ha publicado en Punto de partida, Blog Librópolis e Irradiación. Revista de Literatura y Cultura.