«LA BARCA FANTASMA», DE MATILDE SERAO | TRADUCCIÓN DE ESTEBAN SÁNCHEZ BERISTÁIN

Preámbulo

Matilde Serao (1856-1927) fue una autora italiana nacida en Nápoles, cuyo trabajo literario está fuertemente asociado con el Verismo, una corriente que buscaba retratar los estratos más bajos de la sociedad y las dificultades que tenían las personas para sobrevivir en una Italia que sufría los estragos de su reciente unificación en 1861. Las Leggende napoletane (1881), recopilación de la cual se extrae esta leyenda, tienen rasgos fuertemente poéticos, así como elementos fantásticos característicos de Nápoles, lugar que para Serao fue una gran inspiración. De esta fascinación por su tierra natal, surgieron Il ventre di Napoli y Il paese della cuccagna. Serao tuvo un gran papel en la difusión de las tradiciones napolitanas, al grado que fue considerada para recibir el Premio Nobel de Literatura. A pesar de sus grandes contribuciones, su oposición al fascismo hizo que el régimen de Mussolini retirara su candidatura al premio, el cual fue concedido a la escritora sarda Grazia Deledda, por lo que nunca obtuvo el galardón. Actualmente es reconocida como una autora muy relevante, cuya obra se ubica entre los límites del realismo y el fantástico, razón por la cual está siendo redescubierta y estudiada por italianistas y profesionales de la literatura.

La barca fantasma

¿Tú los conoces? ¿Conoces estos días fangosos y sucios cuando el aburrimiento inmortal se torna gris, el olor nauseabundo, y se siente la pesadez oprimente de la niebla invernal, cuando el cielo es extremadamente anémico, el sol es una linterna semi apagada y humeante, las flores palidecen y se marchitan, las frutas se pudren, las mejillas de las mujeres parecen de ceniza, la mano de los hombres parece de azúcar, la ciudad se embriaga de aguardiente y los campos de suero? Es en estos días que la fantasía del mundo, exaltada en su fiebre, sin encontrar más pasto, sin tener más refrigerios, se nutre horriblemente de sí misma quemándose y secándose. 

En estos días, la poesía, la delicada y esbelta jovencita, irremediablemente enferma, se marchita, agacha la cabeza y muere sin un gemido, sin un respiro, y el arte, el robusto joven, golpeado mortalmente, agoniza retorciendo sus brazos y desmoronando su desesperación en lúgubres lamentos. En vano el artista busca sumergirse en su sueño predilecto: el sueño ha desaparecido. En vano él prueba todas las cuerdas de la rubia lira: bajo su mano temblorosa, las cuerdas se quiebran con un sonido que se prolonga en el aire como un triste presagio. ¡Oh, días trastornados, feroces y malditos!

¿Pero, por qué en estos días no nos amamos hasta morir por ello? ¿Por qué no cerramos los ojos para que giren en un abismo sin fondo donde es dulce y doloroso terminar con la vida? ¿Por qué no hablamos de amor hasta que la voz se nos agote en la garganta quemada y la palabra se convierta en un murmullo indistinto? Ven, pues, a escucharme. Te contaré acerca del amor. 

A ti, fantasma efímero e inalcanzable, ser divinamente malvado, humanamente bueno, infinitamente querido, bello como una realidad, horrible como una ilusión, siempre lejano, siempre presente, que vives en las regiones desconocidas, que estás en mí: quimera, persona. nebulosa, nombre, idea odiosa y adorable de la cual parte y a la cual regresa mi vida cada minuto. 

¿Alguna vez has visto la barca fantasma? ¿Tú la has visto, amor mío?… Escúchame. No sé cuándo ocurrió la historia de amor que te cuento; no conozco el día ni la hora. Pero, ¿qué importa? Hoy, ayer, mañana, el drama del amor es multifacético y único. Que el corazón lata hasta romperse bajo una toga de lana, una coraza de acero o un vestido de terciopelo, su latido precipitado no arruinará menos ni de diferente manera una existencia; sean los brazos de la amada rodeados de cadenas de oro, desnudos bajo las cintas de las pulseras, envueltos en tejidos de seda o semi escondidos entre encajes, no abrazarán con menor ni diferente pasión. ¿Qué importa un número? Tecla era bella, su rostro era de aquel candor cálido y vivo que se vuelve de cera bajo los besos; en los grandes y voluptuosos ojos de leona se encendían extrañas chispas doradas; los labios curvados estaban hechos para aquella sonrisa alargada, profunda y consciente que pocas mujeres conocen; las huellas densas, negras se oscurecían en un negro azulado. Se llamaba Tecla, un nombre duro y dulce que en el fantasioso vocabulario de los nombres significa corazón culpable. Los nombres también tienen su fatalidad. De joven, Tecla había ignorado el amor, orgullosa e indiferente; se casó con Bruno. Tecla había ignorado el amor, era una mujer altiva y fría. Y, sin embargo, había visto el corazón fuerte de Bruno deshacerse y consumirse de amor, un corazón rudo y áspero que nunca había amado, pero aquel soplo ardiente de pasión no la había hecho entrar en calor; aquella voz ansiosa y apasionada no la había conmovido, el amor de Bruno había quedado inservible e inútil. Bruno lo sabía. Tecla se lo había dicho. Bruno no se resignaba, no. Tecla era la angustia insufrible de su vida, el clavo oxidado atascado en el cerebro, la empuñadura de la espada rota y encajada en el corazón. La arruga de su frente, la crueldad de su mirada, la sonrisa cínica de sus labios, la amargura de su boca y la fidelidad de su espíritu eran hacia Tecla. Debió haber muerto, pero cuando se ama no se tiene el valor. Habría podido asesinar a Tecla, pero no lo pensaba. No se mata a una mujer virtuosa: Tecla era virtuosa, de una virtud alta y feroz.

Pero como cada altura encuentra otra que la supera y la vence hasta que no se llega a lo invencible e inconmensurable, de esa manera, delante de la virtud de Tecla, se impuso, inmenso, el amor. Fue una gran derrota, fue un gran triunfo. De pronto, la dignidad se ahogó en la humildad, el orgullo fue engalanado y arrollado. Aldo era singularmente bello, en su voz armoniosa vibraba un encanto irresistible, sus palabras se consumían como fuego líquido, su mirada dominaba, vencía, infundía en el alma un desconcierto lleno de ternura; pero si todo esto no hubiera sucedido, para Tecla, el amor seguía siendo único. Fue una noche en una sala resplandeciente de luces cuando se vieron. Nada pudieron decirse. Aunque entre estos dos seres que se separaron sin saludarse y sin una sonrisa, había surgido un vínculo. Caminaban uno junto al otro, debiendo inevitablemente encontrarse.

—¿Qué haces en la ventana, Tecla? Hace una hora que miras a la oscuridad fijándote en algo. 

—Veo el mar, Bruno —ella respondía con la tristeza infinita de quien comienza a amar. 

—La brisa nocturna te hará daño, Tecla. Estás pálida como un cadáver.

—Déjame aquí, por favor. 

—Estás triste, Tecla. ¿En qué piensas?

—Yo no pienso, Bruno.

—Dime, ¿qué te entristece?

—Nadie me puede entristecer.

—Tecla, tu mano está helada y tus labios están ardiendo; tú sufres, tú padeces, tú titubeas.

—Muero.

Pero en una noche oscura y profunda, después de veinte noches en las que el tormentoso insomnio se sentaba a su cabecera bañada en lágrimas, Tecla sintió que su cuerpo se estremecía, como si un llamado poderoso le dijera que fuera a su encuentro.

—Aquí estoy —murmuró.

Y callada, rígida, con la marcha rígida de un autómata, con su largo vestido blanco que arrastraba por detrás como un sudario, con el paso rítmico que apenas tocaba el suelo, con su largo cabello suelto sobre sus hombros, con los ojos abiertos en la oscuridad, ella atravesó la casa y salió a la terraza que daba al mar. Aldo estaba ahí.

Ella fue con él. Se quedaron viendo, en las sombras. Ni una palabra, ni un suspiro. El amor condensado, poderoso, desdeñoso de su propia expansión, los sofocaba.

¡Oh, inolvidables noches creadas para el amor! ¡Oh, eternamente bello golfo de Nápoles, creado por y para el amor! En las noches de primavera cuando el fervor de la tierra perturba los sentidos y tienta al alma, cuando en el aire hay mucho perfume de las flores, se puede bajar al mar, entrar en la barca, alejarse de la costa y, acostados sobre los cojines, contemplar el azul oscuro del cielo, las ondas voluptuosas del oleaje, el vivo latido de las estrellas que parecen querer despegarse del cielo para precipitarse en la inmensidad del aire. En las oscuras noches estivales que siguen a los días violentos y tormentosos, cuando la tierra descansa, resplandece como antorcha luego de haber tenido una pasión de catorce horas con el sol; feliz aquel que puede arrullarse en una barca como si fuera una hamaca, mientras el fuerte perfume marino lo hace soñar con el trópico, su espléndida y monstruosa vegetación, y sus esbeltas y morenas jovencitas descienden bajo los arcos que forman tamarindos.

En las tristes y blancas noches otoñales, cuando la luna enfermiza se une a la cándida melancolía del cielo, a la lánguida palidez de las estrellas, a la nebulosidad de las colinas, cuando todo el mundo se vuelve esponjoso por la espuma, hay quienes eligen el mar como su confidente y van a contarle el derrumbe de su vida que se inclina a perderse en la nada, mientras parece que también la suave curva de Posillipo se baja, deseosa por desaparecer en el mar. En las tempestuosas noches de invierno, cuando el tiempo de la ciudad tiene toda la mezquindad y la miseria de las estrechas callejuelas y los llorosos canales, cuando el alma siente la imperiosa necesidad de una mano que la aferre, ¡qué delicioso e infinito terror, qué impresión indeleble es encontrarse en alta mar! En un ambiente negro, donde el peligro es mucho más grande en la medida en que es distinto. Pero es más feliz que todos aquel que disfrutó estas noches acariciando el suave cabello de una mujer amada, y que, apretándose a su corazón, pudo soñar que la llevaba al país desconocido deseado por los amantes, que pudo esperar para morir con ella, bajo el cielo que se dobla en el mar que los quiere. Más que todos, culpablemente felices y envidiados fueron Aldo y Tecla.

—Aldo, el mar está muy oscuro.

—Te amo, Tecla.

—Te amo, Aldo. Sostenme con tu brazo fuerte, amor. ¿Por qué está callado ese barquero?

—Tal vez su trabajo es duro. Le daremos dinero. ¿Me amarás por siempre, siempre, Tecla?

—Siempre. Aldo. Esta antorcha arroja una luz rojiza sobre nuestros rostros y el mar. Parece que ilumina dos cadáveres y una tumba, amor. 

—¿Qué temes de la muerte?

—Que nos dividirá.

—Jamás. Dios debe castigarnos igualmente. 

Se prolongó un silencio. Se miraban mientras se unía a su pasión la nota dulce de una ternura solemne como un presentimiento. La barca volaba sobre el agua y el barquero remaba con gran fuerza sin dirigir su mirada hacia los amantes. 

—Aldo, ¿no te parece que estamos muy lejos de la orilla?

—Mucho mejor, mi dulzura.

—¿Por qué el barquero no habla?

—Tal vez nos envidia, Tecla. Es joven, amará sin esperanza.

—Interrógalo, Aldo. Pregúntale por qué esconde su rostro.

De repente, el barquero volteó. Era Bruno. Era la figura del odio. Aldo y Tecla se besaron. La barca se volcó sobre el beso de los amantes, sobre los gritos de furor de Bruno. Tres veces emergieron los amantes, abrazados, sostenidos con una beatitud celestial en el rostro, tres veces emergió un rostro contraído por la ira. 

…Escúchame, amor. A una cierta hora de la noche, sobre la bella rivera de Posillipo, sobre la alegre Mergellina, sobre la sombría Chiatamone, sobre la ruidosa Santa Lucia, sobre la sucia Molo, sobre la tempestuosa Carmine aparece la barca fantasma, corre veloz sobre el agua, los amantes se besan lentamente, emerge la figura despreciable del esposo y la barca se vuelca. Todavía se vuelve a ver tres veces ese beso y ese odio eternos. Cada noche aparece la barca fantasma. Pero no todos pueden verla. Dios permite verla solamente a quien ama bien, a quien ama intensamente. Sólo aparece ante los enamorados, quienes palidecen ante la aparición. Es la prueba única e infalible. 

¿Tú la has visto? ¿Has visto la barca fantasma? ¡Oh, desdichada de mí si fui sola a verla!

Esteban Sánchez Beristáin (CDMX, 2003). Es estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas Italianas y de la Licenciatura en Psicología de la UNAM. Ha publicado textos encaminados a difundir la literatura italiana en la revista Ágora del Colegio de México, además de traducciones literarias en la revista Irradiación. En el 2024 fue becario en el Curso de Creación Literaria para Jóvenes, promovido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana.