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TOMANDO EL CONTROL

POR PABLO VALENTÍN

Acudo a la infancia, ese rito inevitablemente arraigado en el recuerdo como si seleccionara una vieja partida, como si desempolvase algún borrador para volver a escribir y pienso en todas las historias que tuve oportunidad de narrarme cuando disfrutaba de las máquinas de arcade que, en aquellos ayeres efebos, aún no alcanzaban el estatus de videojuegos. Principalmente pienso en toda esa literatura que tuve al alcance de mis dedos.

Si creemos en el arte como una experiencia estética donde los sentidos interactúan con la obra viva, manipular el mando frente a una pantalla coincide desde múltiples perspectivas con la maravilla de leer una novela, profundizar en el lienzo de una pintura o percibir la complejidad de una pieza musical. Y es que, así como el cine amalgamó lo mejor de distintas disciplinas en los 35 mm de una cinta de platino, los títulos creados para las innúmeras consolas de hoy en día ameritan un sitio en la galería de la imaginación.

El aparato con que la narrativa ha llevado a la ficción hacia nuevos horizontes se actualiza a una velocidad que apenas le permite al ojo distinguir lo que el corazón ya admira e idolatra, me refiero a la misma velocidad con que personajes como Fio Germi de Metal Slug se instalaron en el salón de mis héroes favoritos, con la misma o mayor intensidad que sus iguales provenientes de la literatura mayor.

Desde pequeño desarrollé una admiración ineludible por los paladines secundarios que en su mayoría eran femeninos. Esto se debía a que, como buen hermano menor, me tocaba ser el copiloto durante los breves minutos en que los niños de la cuadra nos convertíamos en soldados de la Unidad Especial de Inteligencia Militar Sparrows. Por supuesto que la “fichita” que pagábamos con el cambio de los mandados no nos daba acceso a esa información, puesto que ese mundo regido por las palancas y botones de colores pastel, tan icónicas de los noventa, tenían una fecha de caducidad. Caducidad que el ojo no entrenado llamaría la fugacidad de la inocencia, pero que el narrador de historias ya advertía como el germen de una nueva generación, como el inicio de otra edad dorada para la ficción. Y es que, si algo tienen los personajes secundarios es su capacidad para abrir caminos más allá de llevar un argumento del punto A hacia el punto B. 

En perspectiva, si bien como iniciados en el mundo de las historias interactivas ignorábamos que detrás de los escenarios y balazos había toda una construcción de mundos, creación de personajes y líneas argumentales, éramos capaces no sólo de seguir la historia, sino de revivirla todos los días por la tarde. Sencillos en su mayoría y limitados a dos dimensiones superpuestas, aquellos prototipos narrativos darían paso a una realidad aumentada que, como toda vanguardia, ignoraba que su sacrificio ya cimentaba los pilares de una catedral. Puesto que antes del arte conceptual, la animación, musicalización y etcétera, todo título empieza en una libreta.

Retomando el hilo de aquellas primeras historias, Fio Germi se volvió rápidamente uno de mis personajes favoritos y por quien desarrollé una genuina preocupación. Cada una de las “vidas” a que teníamos acceso equivalía a iniciar un nuevo capítulo. Eran los días antes del Internet y la libre información, así que uno dependía de la memoria, tanto la mental como la física, pues la combinación de los mandos para llevar a cabo las proezas de la trama exigía un proceso de aprendizaje y otro tipo de lecturas. Lecturas que con el tiempo surgirían como las influencias que hicieron pelirroja (como Fio) a la protagonista de mi, hasta ahora, única novela y también el ritmo vertiginoso y a veces voraz de una historia lineal. Siendo honesto, una considerable parte del argumento de esa novela salió de la historia que me contaba mientras me ponía en las botas y los shorts de la Sargento Germi; esto porque el formato de las “maquinitas” no les permitía profundizar de manera audiovisual como en el futuro lo propiciarían las consolas de uso personal. En esos entonces nos tocaba a nosotros inventar un poco más. 

No será nada nuevo, pero la anécdota es la materia prima de todo argumento. Por ello no es de sorprender que para desarrollar un juego de vídeo, éste debe pasar primero por un writing room, y que no es otra cosa que un conciliábulo donde la moneda de cambio es la nostalgia, como en todo el arte en realidad. Aquí es importante mencionar que la labor solitaria del novelista resulta ideal para el ejercicio de la imaginación; no obstante, la escritura en conjunto se enfrenta no sólo a la página vacía sino a la coordinación de las mentes y las plumas involucradas, además de la presencia virtual del futuro jugador. Como toda obra de arte, el guion de videojuegos se escribe mirando hacia adelante.

Es cierto que en el océano de la oferta y la demanda, el estigma de la modernidad sigue presente en la devaluación de su relevancia como objeto artístico. Pero también es cierto que el impacto cultural que algunos títulos de carácter histórico tienen; si bien se puede poner en tela de duda el rigor recreacional de estos mismos, imposible es obviar que para llevar a puerto argumentos como los de Assassin’s Creed o God of War requieren de una profunda investigación para construir un concepto cuyos años de trabajo se traducirán en horas de goce y disfrute. Relativamente, podríamos preguntarnos cuántos años le llevó a Tolkien (por ejemplo) subcrear la Tierra Media, para que fuera trasladada en 12 horas de una trilogía cinematográfica y, posteriormente, en los ya incontables juegos y aplicaciones inspirados en la obra por excelencia de la ficción moderna.

Quizá esta depreciación del esfuerzo creativo se debe a la falta de información de la más nueva de las disciplinas artísticas. Sí, el videojuego transita ahora por las mismas alturas que cualquiera de las Bellas Artes. Explico, aquellos conceptos empolvados que relegaron a categorías tan inferiores como en su momento se hizo con la literatura de explotación, han perdido vigencia. Basta mirar que, antropológica, social y filosóficamente hablando, el videojuego es hoy día tema de debate universitario. De hecho, más allá del fenómeno generacional que están viviendo títulos como Metal Slug, han durado más años en la memoria colectiva que la más longeva de las sagas literarias; refiriéndonos exclusivamente a su proceso de creación y recreación. Estamos hablando de un argumento vivo que existe bajo la pluma de un autor multifacético cuya única labor es mantener vigente una historia con h minúscula, el sueño ideal de un estudioso tan relevante e inamovible como Borges.

Paralelamente, otra verdad es que la literatura ha sido la cepa de donde este nuevo virus de la imaginación ha germinado y más aún, evolucionado hasta ser la cuna de ese género tan antiguo como nuevo: la fanfiction y la meta-ficción. Y es que la cantidad de puertas que se abren al desarrollar un videojuego son infinitas; se presentan además como nuevas galerías donde la creatividad se expone de manera interactiva e integral, detonando el sueño de una ilustración donde el espectador es más que un agente pasivo, convirtiéndose en parte sustancial de la manufactura, pues el objetivo de su hechura no es otro que la misma humanidad.

Más allá de las frivolidades propias del producto, la era de la imaginación donde se encuentran las artes audiovisuales da pie a nuevas vanguardias, a manifestaciones que iniciaron hace tantos años, por qué no, con un niño que jugaba en la maquinitas de la esquina, con las historias que le hicimos a las Fio Germi, los Link o los Mario Bros. de aquellos ayeres, cuando antes de usar las herramientas de la ficción, simplemente tomábamos el control.

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Pablo Valentín (Ciudad de México, 1987). Escritor, traductor y guionista. Autor de Algol, una historieta narrativa, publicada por Colecciones Lado B en el 2018. Su obra aparece también publicada en distintos medios y revistas literarias.