POR FRANCISCO JOSÉ CASADO PÉREZ
Durante la última visita al Estridente Café, recordé las calles y otras memorias que venían con ellas; tanto del pasado inmediato como el pasado más lejano: susurro que provoca voltear la mirada más allá de los muros.
Entre todas las obras, me vino a la mente el viejo edificio #110 de la Calle Maestro Antonio Caso, esquina con Rosas Moreno. Dos niveles de un estilo arquitectónico ecléctico muy propio de la zona, ahora en disputa con las pintas que acusan su pronta caída, con las sombras de las copas de los árboles que lo acompañan desde la banqueta. Decadente, pero todavía con la fuerza suficiente de atrapar la atención.
Los muchos que vivimos la Ciudad de México, lo hemos hecho con la noción de que algunas zonas siempre han sido peligrosas, pero otras no tanto, parece que los nombres de las calles tuvieran algo que ver. En Polanco están los grandes filósofos griegos, escritores europeos, artistas del renacimiento y eso que esta surgió ya hasta entrados los 40’s del siglo XX, pero en la San Rafael, al contrario, un barrio bravo con calles homónimas a personajes de gran envergadura, pero irónicamente, todos mexicanos. Y para ejemplo, un botón.
Antonio Caso [Andrade] (1883-1946), no confundir con Antonio Castro Leal de los Siete Sabios, fue uno de los grandes precursores de la educación y la formación desde su época de estudiante: abogado; partícipe de la revista Savia Moderna; filósofo [cristiano]; miembro fundador del mítico Ateneo de la Juventud; testigo y artífice de la creación de la UNAM; director de la Escuela Nacional Preparatoria; 7º rector de la UNAM; director de la Facultad de Filosofía y Letras; profesor de la facultad; miembro fundador del Colegio Nacional; miembro numerado (silla III) de la Academia Mexicana de la Lengua; Doctor honoris causa; sus restos están en la Rotonda de los Hombres Ilustres en el Panteón Dolores.
Y las casas, porque San Rafael fue una de las primeras zonas habitacionales decimonónicas para la naciente clase media, prevalecen, a pesar de que en alguna debió nacer, vivir, morir algún prócer de la cultura nacional, una o todas ellas, en el purgatorio inmobiliario.
José Rosas Moreno (1838-1883), tuvo tres lugares: Lagos de Moreno, Jalisco donde fue niño; León, Guanajuato, donde se formó, vivió hasta la adolescencia, donde también volvió para morir sin llegar a ver su nombre convertido en teatro; y en la Ciudad de México donde se instruyó en el Colegio de San Gregorio para volverse periodista, después que no decidiera continuar la Escuela Nacional de Minería. De causa liberal, fue perseguido sin percances y una vez calmados los ánimos retomó su labor, ahora de poeta y fabulista con enfoque infantil. Su obra le valió un prólogo de Ignacio Manuel Altamirano que lo incluyó dentro de los Fundadores de la epopeya mexicana. Sus obras fueron usadas hasta mediados del siglo XX como material de lectura en las escuelas municipales por recomendación de la Academia de las Ciencias y Literatura. Y las casas de su calle, igual a las casas del cateto adyacente, igual que su poesía, se han olvidado porque también la poesía cambia.
El #110 aún prevalece con sus puertas y ventanas tapiadas a usanza de estar intestada. Fiel a los principios de la arquitectura decimonónica, instruida en la entonces Escuela de Artes de San Carlos, nutrida de todo lo que podía hacerse a cuenta de Europa; sin embargo, del friso en la planta alta, bajo el pretil y la cornisa, ambas erosionadas por tanto viento, tanta lluvia, tanto roce de las hojas en el otoño, se alcanza a distinguir una leyenda en alto relieve: EDIFICIO GREGOIRE DE WOLLANT, otro nombre en las sombras.
Los pocos vecinos de alrededor, decían que en algún momento –porque también les habían dicho llanamente lo mismo– el edificio había sido una embajada. Algunos ya lo habían olvidado, como asimilaron la ruina como parte de su paisaje. La respuesta radicaba en el nombre del friso y para mi sorpresa, existía; qué difícil rastrear información gracias a la usanza de castellanizar los nombres extranjeros: Alberto Einstein, Federico Nietzsche, poco tiene la palabra que ver con la piedra.
Grigoriĭ Aleksandrovich De-Vollan (1847-¿?) escritor y diplomático del otrora Imperio Ruso. Homólogo de nuestro José Juan Tablada, trabajó para los periódicos de su nación: el Russkoe Obozrenie y el Russkoi Vestnik, de 1893 a 1897 (Simeonova, 2007, p. 91) de los que fue corresponsal en España, Egipto, India y Japón, haciendo notas de corte antropológico sobre vida cotidiana, sociedad y cultura. De su último encargo surgió The land of the Rising Sun (1905), pero antes de verlo publicado, el servicio del Imperio le llamó para fungir el cargo de Cónsul General Ruso en México (Ídem.), puesto que aceptó con la condición de tener licencia, antes de instalarse (Harrison, 1988, p.70), para recorrer en tren desde los Estados Unidos hacia la capital mexicana.
En dicho viaje, De-Vollan comenzaría a escribir su inconclusa aportación: V tsarste Montezumy (En el Reino de Montezuma) (1905), crónicas detalladas sobre la vida y costumbres que serían las primeras impresiones sobre México al público ruso, complementadas con fotografías que, en palabras de Harrison (Ibíd. P. 75), serían las de mayor fidelidad para la Rusia de principios de siglo XX. Lamentablemente su emisión se vio suspendida, no se sabe, igual que la fecha y paradero de la muerte del escritor. Ello abre la posibilidad de haber sido atravesada, primero, por la revolución de noviembre, en el México de 1910 o quizás la revolución de octubre, en la Rusia de 1917.
Lo poco o mucho que se haya logrado transmitir la obra de De-Vollan, también deja la puerta abierta a la posibilidad de que su trabajo haya sido el detonante que atrajo hacia México, poco tiempo después, a los poetas Constantin Balmont, en 1905 y Vladimir Maiakovski, en 1925, con ánimo turístico. Memorias que recopila Luis Mario Schneider en Dos poetas rusos en México: Blamont y Maiakovski de la mítica, pero muy olvidada colección SepSetentas.
De aquí en adelante, la extinta embajada, que a su modo, siempre había sido una casa, volvió a ser adaptada como tal y entre sus siguientes inquilinos, se cuenta que también pudo ser la residencia familiar de los Torres Bodet, cuando el poeta y diplomático aún era joven. Otras fuentes dicen que el edificio se hizo teatro de variedad, cuyo mayor éxito fue estrenar La gatita blanca con María Conesa. Pero no se desprendería de su cargo de vivienda. Según otras fuentes, se cuenta que ahí vivieron recién llegados de Europa, Leonora Carrington y Renato Leduc, su amistoso acuerdo nupcial para salvar a la pintora del ambiente derrotista de la Segunda Guerra Mundial en 1940.
No todo podría ser alegría, luces y destellos. También en la vida de los edificios debe haber tragedias. Algunos vecinos relatan que en los 70’s del siglo XX hubo un gran incendio, quizá por eso en la foto de El Universal se ve tan distinto, ¡claro!, ¡perdió su mansarda! Lo más francés de todo lo ecléctico y decimonónico del modernismo que ya tenía tiempo sufriendo el embate heredado de la Revolución: el odio y rechazo hacia todo lo no propio del nacionalismo, fundado por el tan odiado porfirismo. Uno no creería que también los edificios son objetivo del resentimiento hacia los padres, aunque sean los padres políticos.
Desde entonces, la propiedad del #110 de la Calle Maestro Antonio Caso pasaría de mano en mano, fraccionándose y debatiéndose entre casas y locales de distintos giros: tiendita, refaccionaria, tlapalería y quién sabe cuántos más -rías. El paso del tiempo lo fue convirtiendo en un elemento más en el escenario de la ciudad; con más olvido que vida, se la pasa susurrando, en espera de alguien que escuche todo lo que tiene por decir.
Todo esto lo había escrito antes para mi tesis de posgrado, pero cada que vuelvo a hacer este recuento –hablado o por escrito– continúa sorprendiéndome la manera en que el leve susurro de las casas históricas en ruinas –y la obstinación por encontrar más allá de lo dicho– pueden asombrar a propios y extraños. Espero aquí vuelva a cumplir su cometido, con la esperanza de llegar a ver su recuperación.
Sueño con armar de valor y masticar algo de ruso para, en una cita en la Embajada Rusa, proponerles que inviertan en su recuperación, aunque sea otro centro cultural o restaurante de comida tradicional rusa, lo que sea, pero que le traiga vida a una zona tan bella como la San Rafael, que por muchos años ha permanecido tras el velo del peligro, del barrio bravo. Tal vez vaya de nuevo, espero que aún siga aquel susurro entre sus leones sin quijada: las claves de sus puertas, el #110 de la Calle Maestro Antonio Caso, bajo la sombra de aquellos árboles que lo arropan.
Harrison Richardson, W. (1988) Mexico Through Russian Eyes, 1806-1940. University of Pittsburgh Press, documento electrónico disponible en: http://digital.library.pitt.edu/cgibin/t/text/textidx?c=pittpress;cc=pittpress;view=toc;idno=31735057896643
SIMEONOVA, A. V. (2007) Japan Through Russian Eyes (1885- 1905): Intelectual’s viewpoints. Waseda University, Institute of Asia-Pacific Studies.
Francisco José Casado Pérez (Ciudad de México, 1990). Arquitecto y restaurador de edificios históricos. Director en Escrúpulos Editorial. Ha colaborado en distintas revistas literarias digitales. Miembro de la 4ª generación de Nido de Poesía, Editorial LibroObjeto. Aparece en la antología Pandemials. Una antología viral (2021) de Sangre ediciones. Recientemente fue editado Para mirar los pasos, su primer poemario.