ROLES FAMILIARES | POR LUIS ARIEL ALFONSO CONYEDO

Mi mamá estaba sentada en el sofá frente al televisor. No importaba qué programa pusieran, porque ella no lo estaba viendo. Se encontraba sumida en su tristeza. Vestida solo con una blusa negra, tenía abrazadas las rodillas y sollozaba. Me dolía verla así.

Desde que mi padre murió dos meses atrás fui testigo de cómo ella dejó de ser una mujer alegre y hermosa para convertirse en un bulto de lágrimas y sufrimiento.

Sé que mi nacimiento no estaba planificado. Ella me tuvo con solo catorce años, sin embargo, se esforzó en darme una vida digna. Aunque creo que desde la muerte de su marido perdió toda ansia de continuar. A mí también me dolía esa muerte, pero ya había perdido a uno de mis progenitores, no quería perderlos a ambos.

Me senté a su lado. Antes de que pudiera acercarme escuché su voz apagada:

  —Vete, Miguel, déjame sola.

La miré unos instantes. La verdad no tenía idea de cómo consolar a esa mujer que casi me doblaba en edad. Era mi madre, pero en ese instante me parecía una desconocida, como si los roles familiares hubieran muerto.

  —No, mamá, no voy a dejarte.

La rodeé con mis brazos y la atraje hacia mí. Se debatió nerviosa tratando de escapar, luego cedió a mi abrazo, como si le diera igual que yo estuviera ahí o que no.

  —Mamá, para mí también fue muy duro…

No dijo nada, se acomodó en mis brazos y suspiró. Su largo pelo negro caía sobre uno de mis hombros, podía sentir la suavidad de sus pechos contra el mío. Ella era en verdad una mujer muy atractiva. No sé cuánto tiempo estuvo allí, sollozando y mojándome con sus lágrimas. Yo le acariciaba el pelo y decía palabras suaves como arrullándola. Mi alma era una marea de emociones y sentimientos que se me hacía imposible describirlos.

Finalmente mi mamá se levantó y fue a su cuarto. Me fijé en la manera en que movía las nalgas y en la carne que se veía bajo la blusa. En cuanto ella cerró la puerta, me llevé las manos a la cabeza y empecé a temblar, ¿en qué demonios estaba pensando?

No volví a dirigirle la palabra en toda la tarde. Llegó la noche. Estaba parado frente al espejo de mi habitación, noté, como tantas otras veces que era la viva imagen de mi padre. Regresaron los temblores. Tristeza, lujuria, sentimientos de culpa… mi alma era una sopa de pecados; la ira tenía un papel privilegiado. Un odio visceral y profundo contra mí mismo. Había mirado a mi madre de una forma que no debería hacer un hijo.

El dolor de cabeza me golpeaba con fuerza, sentía algo caliente en la garganta, como si fuera a vomitar. Dormirme fue toda una odisea. Tampoco es que el sueño fuera muy agradable. Me vi como si fuera mi padre, conduciendo en medio de la noche, un loco se me atravesó en el camino, giré de manera brusca para esquivarlo, choqué contra un poste. Quedé inmovilizado, el vehículo estalló. Morí devorado lentamente por las llamas.

Por suerte (o desgracia) aquellas imágenes cambiaron. Vi a mi padre, vivo, besar a mi madre, arrancarle la ropa y hacerle el amor como un salvaje. Por momentos era un espectador, por momentos protagonista. La bruma de sentimientos conflictivos se acrecentaba en mi interior.

Desperté. Era de madrugada, estaba tembloroso y me invadían los pensamientos prohibidos. Intenté relajarme, pero a mi mente solo acudían los pechos de mi madre, las nalgas de mi madre, las caderas de mi madre… 

Apreté con una mano a mi miembro erecto y palpitante. Otra vez esa ira que me profesaba centelleó como una llamarada del infierno. Si me masturbaba solo alimentaría esos sentimientos tormentosos y conflictivos, si no lo hacía, también. Tenía una sensación de vacío en el pecho, sequedad en la garganta y temblor en las manos. Me resistí, pero acabé cediendo al onanismo.

Al otro día no me atrevía a mirar a mi madre a los ojos. Era yo el que estaba tumbado en el sofá abrazándose las rodillas. Mi mamá continuaba triste, pero al menos trataba de salir adelante. La ropa que traía (o más bien, la falta de ella) solo alimentaban mi deseo y mi odio (deseo hacia ella, odio hacia mí). Los dos habíamos sido esclavizados por nuestras emociones, aunque las razones eran distintas.

No sé cuánto tiempo estuve allí antes de que ella llegara y me acariciara el pelo. A sus labios acudió un intento de sonrisa:

  —¿Te sientes bien?

Levanté un poco la cabeza:

  —No pasa nada —alcancé a decir.

Se sentó a mi lado y me abrazó. De nuevo pude sentir la suavidad de sus pechos, ahora contra uno de mis hombros.

  —Has crecido mucho —me dijo casi al oído—. Te pareces tanto a tu padre.

En aquel instante olvidé nuestro vínculo, un instinto primario me dominaba. La besé en la boca. Ella se levantó, su rostro era otra mezcla de emociones: sorpresa, confusión, miedo… Trató de salir huyendo, la agarré por un brazo, la atraje hacia mí y la besé de nuevo. Esta vez no se resistió. Cuando la solté pude ver que algo brillaba en sus ojos, el mismo instinto primario que me dominaba. Entonces entendí que nuestros roles familiares no se habían destruido, solo habían cambiado.

Luis Ariel Alfonso Conyedo (Cuba, 2001). Graduado en Licenciatura en Educación Español-Literatura. Ha publicado diversos cuentos en varias revistas y antologías digitales. Obtuvo segundo lugar en el concurso “Amar al medioambiente es amar la vida”, organizado por su facultad en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas.