Narrativa Irradiación Romina

ROMINA

POR JORGE MARTÍNEZ

Aquel año de 1987 cambiaría la vida de muchos de nosotros. En nuestras mentes se esparcía el miedo del 68 y del Jueves de Corpus, pero logramos anteponer el coraje para enfrentar nuestros propios fantasmas. Cuatro años antes de la huelga, cuando entré a la universidad, me uní a un taller literario que poco a poco fue tomando una tesitura más politizada, ahí conocí a Romina. Nos hicimos buenos amigos rápidamente. He de confesar que siempre me sentí intimidado cuando estaba junto a ella, sabía de todo, sus opiniones eran contundentes, como si fueran discursos que hubiera elaborado con antelación, listos para ser declamados. Nombraba libros y autores totalmente desconocidos para mí. Con el tiempo, entendí que Romina tenía un espíritu más anarquista que cualquier otra corriente. Fue una de las primeras en organizar las asambleas de la facultad y encauzar el movimiento que en pocas semanas, culminaría con la creación del Consejo Estudiantil Universitario, mejor conocido como el CEU. 

Romina fue una de las más comprometidas durante la huelga. Escucharla en las asambleas era toda una experiencia. La potencia de su voz era discorde con lo frágil que, por lo menos a la vista, parecía su cuerpo. Ocupaba las palabras exactas y las entonaciones justas, enervando el ánimo de los estudiantes que, al escucharla estallaban en aplausos o silbidos en señal de aprobación. Recuerdo nítidamente aquel último diálogo con las autoridades en busca de una solución, que desde el inicio fue insostenible pues la hostilidad se extendía en todo el auditorio. Los representantes de las autoridades fueron inflexibles en sus posiciones al igual que los voceros de los estudiantes. Todo estaba dicho, la huelga era inminente. Mientras las autoridades se marchaban, Romina subió al escenario del auditorio y agitando fuertemente el puño, logró conjuntar los silbidos y consignas dispersas en un solo grito ¡CEU! CEU! ¡CEU!, la imagen más hermosa que sostengo en mi memoria de aquellos tiempos. Su rostro enrojecido iluminado con el brillo de sus ojos.

Durante la huelga, Romina y yo prácticamente vivimos en la Universidad, discutiendo en las interminables asambleas, cocinando para los compañeros de las guardias, pintando mantas, redactando panfletos. Aquellos días, hoy tan lejanos, me convertí en su sombra. En algunas ocasiones nos desvelamos hablando de libros, músicas y futuros viajes, muchos de los cuales, por lo menos yo, nunca realicé. La noche antes de que se votara la continuación de la huelga, caminábamos en círculos con cigarro en mano por el estacionamiento de la facultad, hablamos sobre la pertinencia de seguir, yo me decantaba por levantar la huelga, aunque no estaba del todo convencido. Ella en cambio, estaba a favor de continuar con la huelga, y como era su costumbre, comenzó a enumerar sus razones de forma clara y contundente. Al final, se limitó a decir: todo nuestro esfuerzo va a valer madres, ya lo verás. 

Al día siguiente la mayoría de los planteles y colegios, a través de sus representantes, optaron por levantar la huelga. Cada quien se fue a su casa, con la esperanza del regreso a clases y las nuevas luchas a las que tendríamos que enfrentarnos. A los pocos días regresamos a clase y la facultad me pareció un lugar ajeno. Traté de no pensar en ello y pasé gran parte del día buscando a Romina sin éxito. La semana siguiente tuve la fortuna de encontrármela un par de ocasiones, parecía distraída, su mente se encontraba en otros lares, sus apariciones fueron más esporádicas, como si su labor hubiese terminado. La última vez que la vi, nos encontramos fuera de la Biblioteca Central. Ella miraba el mural de O‘Gorman mientras fumaba. Cuando me acerqué a su lado, con la vista clavada en el mural, me dijo: tenemos que hacer algo más. Supuse que se refería a la organización del congreso que, según lo estipulado, tendría que llevarse a cabo por esas fechas. Me limité a decir: el Congreso está cerca, es cosa de hacerlo funcionar. Unos segundos después, sus ojos pasaron del mural a mi rostro, sonriéndome tiernamente. Aventó la colilla del cigarro y nos encaminamos a la parada del autobús. Era de noche y la cantidad de personas había menguado, pequeños grupos se dispersaban rumbo al circuito.

El transcurso fue rápido pero nos dio tiempo de platicar sobre las clases y nuestros proyectos inacabados de tesis. La acompañé hasta el autobús, nos abrazamos y la vi perderse en el tráfico. Los días siguientes Romina no se apareció por la facultad. No le di importancia, en cambio, me concentré en las materias y las lecturas que se acumulaban sobre mi escritorio. Mi vida transcurrió entre la biblioteca y las clases, estaba tan ensimismado en mis asuntos, que no me percaté de la ausencia de Romina, sino fuera porque una noche en la entrada de la facultad, me encontré con Irma, una de las chicas que nos habían acompañado en las noches de guardia durante la huelga, estudiaba historia y hablaba hasta por los codos. Aunque la charla fue breve, le dio tiempo a preguntarme por Romina, sin pensarlo le dije que estaba enferma, nada grave, no sé por qué mentí, fue una respuesta apresurada. Me despedí de Irma rápidamente y encaminé mis pasos hacia el metro pensando en la ausencia de Romina. 

Decidí esperar un par de semanas más su llegada. El congreso estaba cerca y conociéndola, seguramente sería una de las organizadoras, sin embargo, no apareció. El congreso se realizó sin mucho éxito o tal vez yo pensé que tendría un alcance más profundo. Los estudiantes se concentraron en las próximas elecciones presidenciales y poco a poco muchas de las personas que participamos en el CEU nos fuimos distanciando. Algunas encontraron cobijo en los partidos políticos, otras continuaron con su vida académica y otras más se dispersaron con el smog del Distrito Federal. En mi caso, al terminar la carrera, conseguí una plaza de corrector de estilo. La rutina, el trabajo y la trabazón electoral de aquellos años, me hicieron olvidarme de Romina momentáneamente.

Tuvieron que pasar poco más de diez años para que la universidad nuevamente ocupara los titulares de los periódicos, ahora bajo el acrónimo del CGH. Aquella explosión, en que los jóvenes trazaban sus propias luchas y organizaban marchas multitudinarias, trajo entre sus consignas el recuerdo de Romina. Hubiera querido revivir aquellos años convulsos en la nueva huelga que aquejaba a la universidad, sin embargo, sentí una urgencia por encontrar a Romina, por arroparme bajo su sombra, por escuchar sus posiciones claras y contundentes, aunque también he de confesar que, mientras más pensaba en ella, una extraña sensación de tristeza comenzó a rondarme y no requerí razonar demasiado para saber que en realidad me sentí culpable, culpable de mi egoísmo, culpable de alejarme de Romina, culpable de no haberme esforzado siquiera en tratar de conocer qué había sido de ella y haberla desechado como si se tratara de cualquier cosa sin importancia. Por eso decidí seguir sus pasos hasta encontrarla, la traería de vuelta, juntos, veríamos la forma de apoyar el movimiento, no sería en vano, volvería a ver sus ojos brillar, su cara rojiza, su voz gritaría las nuevas y viejas consignas, haríamos algo más. 

Me dediqué a buscar entre agendas y libretas la dirección de su casa de aquellos años, con suerte la búsqueda no tardaría y en cuanto tocara a su puerta, saldría a recibirme sorprendida y alegre de encontrarse con su pasado o por lo menos con parte de él. Imaginé que tal vez se habría casado, igual y hasta tenía hijos, con sonrisas grandes y cabellos alborotados. Me dio gusto pensar en una vida feliz para Romina. En fin, por más que busqué y recorrí decenas de hojas amarillentas, agendas polvosas y papeles ilegibles, no logré encontrar su dirección. Me sentí desanimado y la vida feliz de Romina que imaginé se difuminaba con la oscuridad que se apoderaba de mi cuarto.

 Estuve a punto de bajar los brazos cuando recordé a Raúl, un tipo que estudiaba teatro y quien la pretendía durante aquella época. Nuevamente busqué en un par de agendas hasta que encontré su nombre seguido de su teléfono y dirección. Lo contacté al día siguiente, tardó un rato en acordarse de mí. Bastó con que mencionara que era amigo de Romina para escuchar una expresión de confirmación. Nuestra conversación fue rápida, generalidades de la vida, el trabajo, la familia, las parejas, la nueva huelga, la gente del CEU con la que aún manteníamos algún tipo de contacto. Fue el pretexto perfecto para preguntarle por Romina. Al principio, su voz fue de extrañeza, pensó que yo seguía en contacto con ella. No tuve más alternativa que confesarle que a los pocos meses de haber terminado la huelga ella había desaparecido, por lo menos de los pasillos de la facultad. Le pregunté si tenía alguna idea de qué había sido de ella o si tendría alguna forma de contactarla. Una pequeña carcajada y un suspiro sirvieron de preámbulo para que me contara que, antes de estallar la huelga, la acompañó a su casa hasta la madre de pacheco. En sus deseos de cortejarla, intentó besarla recibiendo a cambio la rodilla certera de Romina entre sus piernas. Volvió a reír nerviosamente. Quedamos en silencio unos segundos, la conversación tocaba fondo. Me limité a preguntarle si todavía se acordaba de la dirección. No se acordaba exactamente pero me indicó cómo llegar. Al final, me deseó suerte en mi búsqueda, no sin antes mencionar que no quería saber nada de ella. ¡Pinche resentido!, pensé para mis adentros.

Las indicaciones me llevaron a la colonia Narvarte, sobre la calle de Segovia. Una señora gordinflona, con mandil rojo y tubos de plástico en la cabeza, se encontraba barriendo un pequeño patio tras una reja de metal negro con adornos en forma de flor que de acuerdo a la descripción de Raúl, se trataba de la casa de Romina. Apenas me detuve, la señora sin verme, me preguntó qué deseaba. Enseguida pregunté por Romina, solo así dejó de barrer y se abalanzó sobre el portal. Me gritó que no se iba a dejar intimidar, qué sin importar qué hiciéramos esa casa le pertenecía y no pensaba abandonarla. Yo di un paso atrás. Le comenté que no tenía idea de lo que me estaba hablando, guardó silencio mirándome de pies a cabeza. Tuve que ahondar en las razones por las que buscaba a Romina, solo así bajó la guardia y el tono severo y altivo con que me había recibido cambió. No dejó de escudriñarme, pero al parecer, mi aspecto le hizo entender que no era abogado. Decidió abrir la reja y con una voz más apacible, pidió disculpas. Se trataba de la tía de Romina, quien después de haberse peleado con media familia, se había quedado con la casa, que formaba parte de la herencia familiar, con lo cual, la familia de Romina dejó la casa y partieron hacia el norte de la República. Tal información, que fue resultado de dos  tazas de café y el desglose genealógico de la familia, el cual no terminé de entender, me desalentó. Al final me dio una dirección y un par de teléfonos. Ella también me aclaró que no quería saber nada de esa familia.

Traté de comunicarme a los teléfonos pero nunca me respondieron. Otra vez mi búsqueda se reducía a una dirección, aunque en esta ocasión tendría que dirigirme fuera de la ciudad. No lo dudé ni un segundo. Después de atender algunos pendientes en la editorial, pedí mis vacaciones y me encaminé a Ciudad Juárez, de donde era originario el padre de Romina. El viaje fue cansado. Unos walkmans negros que me acompañaron todo el trayecto lograron sumergirme en aquellos agitados años de asambleas, marchas y consignas. Aunque solamente cargué con dos casetes, Sesiones con Emilia y Canciones domésticas, que repetí una y otra vez mientras pensaba en Romina hasta quedarme dormido. Al despertar, la voz de Carlos Arellano entonaba Nunca dejaré que te vayas y, como si se tratara de una respuesta, supe que Romina había quemado las naves, siempre fue así, radical en sus ideas y más en sus acciones, por eso había partido con la huelga, no tenía caso sumergirse en la nostalgia de lo que pudo ser, para ella, no había radicalidad en el congreso, es muy probable que anticipara el destino del movimiento que, con el correr de los años, tipos como yo, utópicos pueriles, lograríamos ver una victoria parcial del movimiento. Supongo que eso la hizo alejarse, buscar un punto más radical de anclaje. 

No hace falta describir los pasos que me llevaron hasta la dirección que su tía me había dado. Una casa en obra negra, de una colonia en obra negra con habitantes encorvados por la edad, con niños disfrazados de adultos, con mujeres que caminaban como hormigas con el mandado a cuestas, llenas de sol y con la resistencia en cada poro. Al llegar a la casa no hizo falta mucha inteligencia para saber que estaba abandonada. Las ventanas se encontraban tapiadas, las paredes llenas de formas fálicas y un fétido olor, hicieron que mi ilusión de toparme con la cara blanca de Romina se esfumara. Estaba a punto de marcharme, cuando un señor de unos 60 años, sombrero de ala ancha y camisa del partido político en turno, salió de la casa de enfrente y me dijo lo obvio, que la casa estaba abandonada. Antes de darle las gracias, añadió que el dueño, Don Hilario, ahora se encontraba en el asilo San Ventura, por si deseaba pasar a verlo.

Decidí irme a descansar un poco, al día siguiente, por la tarde, después de haber preguntado a la dueña del hostal donde me hospedaba, la dirección del asilo San Ventura, pedí un taxi y me dirigí en busca de Don Hilario. Recuerdo que algunas ocasiones Romina me platicó vagamente de su familia, pero no podía recordar sus nombres. Durante el transcurso repasaba en mi mente lo que diría para que me permitieran ver a Don Hilario que, salvo la información del señor y mi intuición, deduje que se trataba del padre de Romina o cuando menos de un tío. Solo me bastó eso, la intuición y un nombre. Al bajar del taxi, mi pulso se aceleró y repasé mi diálogo que con cada paso me parecía más absurdo. Al cruzar la puerta de cristal y detenerme espantado ante el recibidor, se encontraba un chico con la cara llena de acné. Sin inmutarse, me pregunto a quién iba a visitar. Contesté que a Don Hilario, mientras el chico sacó una lista, pidió que me registrara, señalando un largo pasillo iluminado por lámparas largas de neón y el número de habitación. Al recorrerlo en busca de la habitación no daba cuenta de la facilidad con que había entrado. Algunas puertas se encontraban abiertas, sus huéspedes apenas volteaban al verme pasar, varias moscas merodeaban el lugar y de algunas habitaciones salía un olor entre carne podrida y excremento. Recordé la novela El infierno de todos tan temido y no tuve duda de que aquel lugar se asemejaba a la perfección al verdadero averno. 

Al llegar a la habitación de Don Hilario, que para mi suerte se encontraba abierta, entré inmediatamente y vi al anciano sentado en la orilla de la cama con la mirada clavada en el suelo, me di cuenta de lo ridículo de mi presencia, no estaba seguro de que aquel anciano fuera familiar de Romina, y en todo caso, qué se supone que debería decir, habían pasado más de diez años desde la última vez que la vi. Pero ya estaba ahí, le extendí la mano y me presenté, aunque no recibí respuesta. Le expliqué que estaba buscando a una amiga, le conté de mi visita a su antiguo hogar del Distrito Federal, le hablé de su prima, de mi viaje hasta su casa abandonada y del vecino que mencionó el asilo. El anciano no se inmutó. Solo cuando dije que era amigo de Romina, levantó rápidamente la cara y sus ojos se volvieron cristalinos. Intentó decir algo, pero solo pudo balbucear. Al ver que no le entendía, señaló una mesa de madera que se encontraba a los pies de la cama. Había varios artículos que comencé a descartar por no ser de mi interés. El anciano seguía señalando la mesa. Comencé a quitar algunos trastos y puede ver lo que deseaba mostrarme, era el afiche de una chica delgada, con el pelo negro, ojos grandes y boca alargada, era el rostro de Romina, mi felicidad duró un par de segundos, debajo de su rostro vi la leyenda SE BUSCA, aquel rostro tan familiar que me había acompañado varias tardes en las islas de Ciudad Universitaria, aquel rostro que enrojecía en los mítines, mientras sacudía el brazo y gritaba consignas al aire, aquel rostro que había despedido una noche cualquiera en un autobús cualquiera de una ciudad asediada por el tráfico. El anciano regresó su mirada al suelo y por más que intenté arrebatarle alguna palabra, sus ojos se perdieron en un letargo del que no había manera de sacarlo, como si me hubiera entregado la batuta por la búsqueda de Romina y no tuviera más que hacer en este mundo. Salí apresurado con el afiche en la mano. Dejando al viejo Hilario sumido en su soledad y sus desechos.

Lo único que se me ocurrió en ese momento fue ir a la policía para conocer más acerca de la desaparición de Romina. Si de alguna manera importara, relataría la lentitud, las trabas, el hastío con el que me miraron varios funcionarios en mi intención por conocer el destino de mi amiga. Pasé casi una semana haciendo filas y explicando una y otra vez la razón que me había llevado hasta allí y mi relación con Romina. No sé si al final se compadecieron de mí, los harté o cumplieron con su obligación. La última tarde, un policía se acercó y me pidió que lo siguiera, recorrimos un laberinto de escritorios y papeles, hasta un pequeño cubículo, donde un tipo calvo, con anteojos, entrado en sus cincuenta años, me recibió. Pensé que me molería a preguntas, indagando sobre mi insistencia por saber de una chica desaparecida, pero no fue así, apenas tomé asiento delante de él, abrió un folder beige gastado de las orillas. Me explicó que ante mí, tenía el acta que Sr. Hilario Pérez Orduña, había levantado el 30 de agosto de 1995 denunciando la desaparición de su hija, quien fue vista por última vez la tarde de la fecha en cuestión, a las afueras de un pequeño centro social donde se atendían casos de violencia doméstica. Conforme la narración se desarrollaba el tipo recorría con sus gordos dedos los párrafos confirmando la información que me proporcionaba. Al final, me dijo que la ropa que llevaba el día de su desaparición (según sus familiares y amigos), había sido encontrada un año después en alguna parte del desierto junto con uno de sus zapatos. Nunca se encontró el cuerpo y tampoco se investigó más. No supe qué decir, me levanté, le extendí las manos y rompí el nudo en mi garganta solamente para dar las gracias. No había razón para permanecer en aquel lugar. Esa misma noche compré un boleto de autobús rumbo al Distrito Federal y lloré repetidamente la desaparición de Romina. Nunca comenté con nadie mi viaje, ni el destino de mi amiga en aquel desierto al norte de la República.

Tiempo después, las desaparecidas de Juárez ocuparían los titulares de los periódicos y el desierto se llenaría de ropas y zapatos de mujeres, afiches de rostros iguales a los de Romina y cruces rosas que se postrarían ante el calor, la aridez y la conciencia de las personas. Nunca supe si hubo alguna cruz para Romina. No supe qué pasó con Don Hilario, seguramente moriría balbuceando el nombre de su hija. Decidí conservar el afiche, era el único recuerdo material que tenía de ella, la única prueba de su existencia. A veces me gusta mirarlo y revivir aquel rostro sonriente, ese rostro lleno de belleza y compromiso, cuando en los días de huelga, con el puño al aire, unía los gritos y silbidos en una sola idea ¡CEU! ¡CEU! ¡CEU!

Foto de perfil Irradiación

Jorge Martínez (Ciudad de México, 1989). Egresado de la carrera de Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus cuentos y poemas han sido publicados en las revistas digitales El Morador del Umbral, Collhibrí, Perro Negro de la Calle, Norte/Sur y Elefante Blanco.